lunes, 7 de mayo de 2012

Parque móvil


En aquel entonces del que ahora me acuerdo, y como la mayoría de sus dueños y conductores, los autobuses y camiones eran feos y ruidosos. Sobre todo, los camiones. Pegaso. Mercedes. Barreiros. O unos Man, que eran suecos, creo, con un morro rectangular y exagerado. Con su buena pila de años a cuestas en la carrocería y las ruedas, algunos incluso supervivientes de la guerra, material militar de desecho adquirido por cuatro perras en subastas amañadas por oscuros mafiosos del transporte, gran parte de ellos tenían la caja y el piso de la carga (melones, ganado, cemento, manufacturas varias…) hechos con bastos tablones de madera o roñosas chapas de hierro sospecho que en gran parte de los casos rescatadas de la chatarra.
A mí lo que más me gustaba de aquellos “ingenios de la mecánica”, como los llamaba pomposamente un amigo mío que acabó poniendo un taller, se veía venir, aparte de los faros y retrovisores que sobresalían de la carrocería que sobresalían saltones como ojos de batracio, perfectos para romperlos a pedradas practicando la puntería unas veces a mano y otras con el tirachinas, eran los emblemas de las marcas. Bien gallitos en el frontal de los vehículos, parecían decirnos con suficiencia “aquí estoy yo, miradme bien”. El caballo airoso y mitológico del Pegaso; el pentágono amarillo o rojo o verde con la estrella del Barreiros; el círculo plateado con las tres puntas del Mercedes; el león cubista y como desafiante del Man con una especie de orgullo nórdico en su gélido y sordo rugido de metal.
Podría jurar sin miedo a faltar a la verdad que alguno de aquellos cacharros no había visto  una llave de contacto en su vida ni por el forro: una manivela de hierro con forma de zeta, pringosa y herida las más de las veces de óxido y grasaza, era casi siempre el burdo instrumento destinado a espabilar a las bravas el armatoste perezoso, agónico, casi antediluviano. Dicho artilugio se encajaba en un agujero a propósito en el frontal del vehículo y a base de girarlo y girarlo mediante una buena ración de sudor y músculo, los conductores, como organilleros locos en un festival de chotis, conseguían hacer sonar la melodía del motor en marcha. Aunque no siempre, no siempre: igual que burros tercos a los que ya puedes moler a palos sin que se dignen a dar una zancada, cuando se negaban a arrancar ya te podías aplicar a darle al manubrio hasta que se te cayera el brazo que ni por esas. Cuando esto sucedía era todo un espectáculo ver al camionero sudando como un gorrino por san Martín y atizándole patadas al trasto aquel mientras se cagaba con profusión diarreica, y desde la primera raíz hasta la última rama, en el árbol genealógico del fulano que inventó el motor diesel. Todo esto, claro, que si no no tiene gracia, bajo la atenta y chusca mirada de un corrillo de gandules que no paraban de comentar el suceso y dirigir la maniobra a la par que emitían sin freno sesudos y contradictorios diagnósticos acerca de la mejor manera de solucionar el entuerto. Aquellos tipos, siempre a resguardo de las inclemencias meteorológicas en lugar a propósito a tal fin, se lo pasaban de lo lindo con el gratuito espectáculo. Es lo que tiene el ocio gustoso, que con cualquier cosa te entretienes buenamente y matas la tarde. Aunque no tuvieran ni pajolera idea de mecánica (que ya os digo yo que no la tenían), se podían formar animadas tertulias donde vocablos y expresiones como cigüeñal, árbol de levas, inyectores, tapa del delco, bujía, trócola o suspensión adquirían de repente un rango venerable, medio filosófico, casi sagrado, si me apuras, en una especie de esgrima de dialéctica sustentada malamente en una sarta de disparatadas opiniones. Cada uno la suya, que además era siempre la buena, faltaría más.
-¡Qué digo yo que de algo me valdrá tener un primo mecánico, me cagüen tó, cojones ya!, -bramaba alguno particularmente ardoroso para apuntalar a las bravas su análisis y diagnóstico del problema y acabar la trifulca con el rostro congestionado.
Pero esto último no era lo habitual: la porfía, por supuesto, solía realizarse con el culo bien pegado a un asiento a la fresca, las manos en resposo dentro de los bolsillos y el eterno cigarrito en la comisura o pinzado en la oreja, que tampoco era cuestión de herniarse ni perder las amistades por tan nimio motivo. ¡Anda y que le den al puto camionero!, parecían pensar mientras como por arte de magia aparecía un juego de dominó o una baraja resobada para echar un tute, un mus, un julepe, un cinquillo.
Una vez conseguida la hazaña de la puesta en marcha por la, diríamos, eficacia de la tracción animal, aquellos cascajos llenos de mataduras y propensos a la avería canalla expelían un bramido infernal al tiempo que soltaban humazo insalubre, ceniciento y casi sólido por el tubo de escape: algo similar a un repentino y dañino nubarrón (tal que tormenta cabrona de granizo en descampado) que quedaba flotando y meciéndose en el aire un buen rato antes de desaparecer por completo. Como tuvieras la desgracia de que te atinara de lleno la primera descarga de apestosa humareda no te quitabas el tufo de encima ni con piedra pómez y salfumán. Subiendo las cuestas pegaban unos petardazos terroríficos, rezongando y jadeando como viejos achacosos en pijama y alpargatas por el pasillo en busca del jarabe para la tos o la pomada para el alivio tajante de las almorranas o los juanetes.
Era raro ver alguno que no llevara un muñeco de trapo o plástico colgando en el retrovisor interior. Parecían ahorcados de pega. Casi siempre junto a un calendario picante de mozas de caderas rotundas y seno generoso aparte de bien ligeritas de ropa y los morritos pintados e insinuantes. Con los colores desvaídos por el sol y los muchos kilómetros a cuestas. Si el del volante era beatón, lo suyo era más de estampitas de vírgenes y santos de su devoción en estrecha comunión con los banderines de trapo del escudo de las provincias por las que hubieran pasado en sus rutas o fotos futboleras y taurinas. Otros, más descreídos y prácticos, se inclinaban por una cuerda de guita o un alambre tenso de lado a lado por el interior del parabrisas de donde colgaban, como en temblón tenderete de feria pobre, navajas, cortaúñas, llaveros, abrebotellas, algún destornillador roñoso… quincallas menudas y medio oxidadas de origen incierto que tintineaban cantarinas con cada bache del camino, con cada frenazo imprevisto, con cada brusca arrancada.
No desmerecían tampoco en aquellos escaparates móviles de lo hortera las fotografías de la parienta y los vástagos insertas en el recordatorio empalagoso del “Papá, no corras” pegado en el salpicadero. Algunos llevaban en el lote hasta la foto de la suegra, que ya son ganas de llevar. Cualquier camionero que se preciara de tal no podía prescindir en su cabina de semejante objeto. Una gilipollez como otra cualquiera porque alguna de esas fotografías familiares, vistas en detalle, lo que daban era más miedo que otra cosa: la mujer en bata y rulos con la escoba o el mocho de la fregona en la mano, los niños mocosos y lloricas, las niñas con el lacito lacio en el pelo y la dentadura con mellas, la suegra con cara de mala hostia perpetua Después de horas y horas al volante con el culo y los riñones hechos fosfatina por el criminal traqueteo con la única compañía del espanto fotográfico, estoy por asegurar que más de uno pensó seriamente en despeñar el camión por el primer barranco que se cruzara en su camino y librarse de una vez por todas de la pesadilla de tal parentela.
No pocos de estos vehículos se adornaban también en el exterior de la cabina con una especie de visera de plástico traslúcido pintado de color morado o negro o verde botella que llevaban inscritas leyendas como Te quiero mucho Loli; A mí la Legión; Marcial eres el más grande; El Señor es mi faro y mi guía; Viva er Beti manque pierda… Cosas así. No poesía lírica precisamente.
Como la mayoría de camiones y autobuses, sus conductores también eran ruidosos y feos. En verano, camiseta de tirantes estilo “imperio” con los hombros al aire enseñando mollas y pelambrera, y masacrando con saña homicida coplillas y fandangos de Valderrama, de Pepe Pinto, de Farina o Caracol a voz en grito; en invierno, pelliza de cuero o paño grueso con cuello borrego, guantes o mitones de lana contra el frío, barba de tres o cuatro días, uñas siempre de luto, y asesinando a conciencia tangos, boleros, romanzas zarzueleras… No eran lo que se dice un paradigma de la elegancia y la higiene. Ni tampoco del bel canto. 
Y siempre, en toda estación y circunstancia en el desempeño de su fatigosa labor al volante, que incluía la mecánica de urgencia y muchas veces la carga y descarga a destajo del producto transportado antes de dar una cabezada en la litera (los que la tenían) y vuelta a empezar, boina o gorrilla cubriendo la testa y un farias perenne en la boca soltando una humareda pestífera y dañina, prima hermana, o por lo menos segunda, de la del tubo de escape.
Su particular himno de batalla: Amigo conductor, pegadiza melodía coplera interpretada por Perlita de Huelva, una morenaza de rompe y rasga que hacía estragos entre el personal masculino más patriotero y rijoso.
Su patrón: san Cristóbal, faro y guía protector en sus trayectos. 

Su más ferviente deseo: acertar los catorce en la quiniela del domingo y que le dieran por saco al cabronazo del jefe.
El Simca1000 también lo fabricaba la Barreiros.
Cuadrado. Cuatro puertas. Feo también.


4 comentarios:

  1. Y aquella forma que algunos tenían de ponerse en marcha, a base de darle vueltas a una manivela que se introducía por el frontal, un poco por encima del parachoques, y que sustituía (supongo) a la llave de contacto.

    Lo has reflejado con perfección y belleza.

    Conforme leía, pasaban ante mí algunos de esos viejos camiones que, más de una vez, también vi en el taller de mi padre, con el morro o alguna aleta "tocada" tras un golpe; o, directamente, para remozarles la caja a base de trabajo de chapa, carpintería y guarnicionería.

    Y sí, el Simca1000, también era un rato feo. (Si es que existe "belleza" en los autos, que nunca se la he llegado a ver. Será porque no me gustan especialmente.)

    Un abrazo.

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  2. ¡Es verdad, Antonio, la manivela para el arranque del armatoste!
    No sé cómo se me ha pasado. Con tu permiso, a lo mejor la incorporo a esta "nota".

    Abrazo.

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  3. Usté lo tiene.¡No faltaría más!

    Abrazo.

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  4. Veo que ha crecido, y con buenas "jechuras", que dicen por el pueblo de mi madre.

    Abrazo.

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