jueves, 24 de mayo de 2012

Moscatel



Una vez cogí una cogorza de órdago. Que yo recuerde, la primera. Verano. Mediados de los setenta. Había ido con mi grupo de amigos de entonces a un pueblo de la sierra donde se celebraba un concierto en la plaza de toros. Una portátil, de esas de quita y pon que se alquilaban para la suelta de vaquillas y novillada sin picadores en la fiesta de la patrona o en la del sorteo de los quintos. A las once era el asunto. Fuimos siete, amontonados pero felices y más que dispuestos al cachondeo y la jarana, en el Dyane 6 amarillo de Juan Carlos.
¡Qué juego nos dio aquel coche! Si sus asientos traseros hablaran a buen seguro recordarían melancólicos conciertos de amortiguadores entre gozosos gemidos. Más de una damisela, y más de dos, tras un intenso y a veces torpón asedio, nos rindieron en ellos sus más ocultos encantos. Con alguna bronca y bofetada de por medio, que no todo era miel sobre hojuelas ni un aquí te pillo aquí te mato, las cosas como son: Zamora, como es bien sabido, no se conquistó en una hora. Y las chicas de mi barrio eran bravas y aguerridas como pocas.
Madrugamos para llegar con tiempo de coger un buen sitio en algún tendido. Una barrera, a ser posible. Lo único que no tuvimos en cuenta (¡y eso que éramos siete, que tiene bemoles la cosa!)- es que el concierto era a las once, sí, pero de la noche. Y si en la cuestión carnal nos defendíamos mal que bien con sus naturales altibajos, en otros asuntos más prosaicos muy espabilados no éramos, ya se ve. Para matar las horas de espera, nos tiramos toda la mañana haciéndonos los machitos por las calles del pueblo, armando escándalo, persiguiendo sin tregua a las mozas del lugar, que huían aterradas de aquellos descerebrados de la capital, y dándole al moscatel sin medida ni conocimiento. Fresquito. Rico. Entraba que daba gusto. Una botella. Y otra. Y otra. Y otra más. Venga alegría. Que no falte de ná.
Los paisanos, viéndonos acosar a las muchachas como verracos en celo y trasegar el líquido dulzón a tal velocidad, nos miraban como si estuviéramos locos. Acaso decidiendo entre si echarnos a hostias o a garrotazos del término municipal. Al final lo dejaron estar y, para contento de nuestras carnes y osamentas, no hubo que lamentar ninguna desgracia digna de mención. Menos mal, porque teniendo en cuenta el conocimiento del terreno y la abrumadora mayoría de efectivos de los lugareños, no hubiéramos tenido ninguna posibilidad de escapar con bien de la refriega. Seguramente pensaron, con esa sabiduría antigua que tiene la gente de pueblo, que dábamos más pena que otra cosa, que no valía la pena desperdiciar más fuerzas de las necesarias con semejantes tarugos y que el vinillo cabrón ya se encargaría por sí solo de bajarnos los humos y darnos nuestro merecido no tardando mucho. Como tal sucedió. Sabiduría popular, ya digo.
Hacia las tres o así yo había agarrado ya aquella maldita cogorza con el puto moscatel y me tumbé a dormirla en las gradas de la plaza. Sobre las tablas desnudas y bajo un sol de justicia. Aunque más que tumbarme de manera consciente, más acorde con lo que en realidad sucedió sería decir que me derrumbé de golpe, que perdí el conocimiento de un modo lamentable y patético. Y desde luego, sospecho que no con la elegancia y distinción innatas de una damisela finisecular, que casi daba gusto ver con qué estilo se desmayaban las tías. Los cabrones de mis amigos, que tampoco andaban muy allá que se diga en lo que a razonar con provecho se refiere, aprovechando mi casi catalepsia me metieron cubitos de hielo en los calzoncillos mientras dormía la mona. Y a saber qué más cosas infames no me harían aquellos rufianes que se decían mis colegas durante la manifiesta indefensión. Preferí no preguntar. Más que nada para ahorrarme disgustos. Como sería la borrachera de gorda que sólo me enteré de la vil faena cuando me desperté con el pantalón empapado desde la bragueta hasta casi los tobillos y rojo como un tomate gazpachero y un pimiento del piquillo juntos. Igual que si me hubiera meado en la cama y tal que a punto de explotar por la vergüenza y la insolación. Por este orden. Mis colegas, y los vecinos de tendido, que se sumaron al jolgorio a mi costa por su cuenta y riesgo con un entusiasmo que a mí, para ser sincero, se me antojó fuera de lugar y absolutamente desconsiderado para con mi persona porque la verdad es que yo no le veía maldita la gracia por ningún lado al asunto, se descojonaban de la risa ante mi lamentable aspecto. Y mientras pensaba que me iba a dar un síncope de un momento a otro, (veía doble, tartamudeaba sin control, mis piernas tenían la consistencia del peluche, el esfínter pugnaba duramente por independizarse de mi voluntad y aliviar de golpe la presión que lo fatigaba con sus feroces embates en mis adentros…), mi dignidad, la poca que me quedaba después de los sucesos de aquella jornada nefasta, se había ido a tomar por culo de la mano del brebaje demoniaco y por obra y gracia de la jugarreta traidora de mis compinches de farra.
En tales condiciones, tan solo me queda añadir que la tarde fue un suplicio inacabable y el concierto una mierda como el sombrero de un picador. Y la vuelta a casa, ya de madrugada, una pesadilla atroz. Nos perdimos lo menos cuatro veces por aquellas carreteras fantasmales, como ni pintadas para ser abducidos por alguna nave extraterrestre. Si nos llegan a parar los picoletos y nos hacen soplar en el globito, acabamos presos en Carabanchel, fijo. No sé ni cómo llegamos al barrio de una pieza.
Me tiré unos cuantos días con la boca como un estropajo, respondiendo con monosílabos, los testículos arrugados igual que garbanzos en remojo desde la antevíspera y un dolor de cabeza persistente y espantoso. Como si con las botellas de la pócima nefasta que habíamos vaciado tan alegremente en aquel lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme alguien tocara las maracas dentro de mi cráneo en un concierto sin fin. O como si la tamborrada de Calanda estuviera teniendo lugar en mi cabezota fuera de fecha pero en todo su esplendor. Todavía me estremezco al recordarlo. Se me ponen los pelos como escarpias para colgar sartenes.
Nunca he acertado a explicarme cómo mis padres no se dieron cuenta del zombi que tuvieron de huésped en casa esa semana.
Odio el moscatel desde entonces con todas mis fuerzas.
Me dan arcadas sólo de pensar en tomarme una copita.



2 comentarios:

  1. Tus amigos, al recordarlo contigo ahora dirán aquello de Gila: "¡Y lo que nos reímos; me ca...!

    Qué malos han sido siempre los excesos... La "Nota para esbozar apuntes", para esbozonarse (con guiño cómplice).

    Abrazos.

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  2. Elías, yo también odio el moscatel. No sabes cómo. Ya te contaré por qué.
    Y un beso, con o sin presentación por medio.Gracias por tus comentarios
    Me he reído mucho con la entrada
    Pilar

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