viernes, 9 de marzo de 2012

Chuchos



Los chuchos que pululaban por el barrio a todas horas no parecían ser de nadie. Había temporadas en que aparecían de repente casi por manadas y como por ciencia infusa, como una plaga rabona y a cuatro patas llegada vaya usted a saber de dónde. Aquellos sacos de pulgas, aquellos embajadores de la tiña, aquellos pertinaces plantadores de caca baqueteados a modo por la perra vida a la intemperie y el acoso inclemente de la chiquillería más guerrera, campaban a su libre albedrío por las calles entrando y saliendo de las casas a su antojo aun a riesgo de un buen estacazo en las costillas, siguiendo siempre un rastro en pos y a la caza de algo comestible con el hocico a ras de suelo y el rabo en ristre y en perpetuo movimiento. Los que lo tenían, claro, que en muchos de ellos el apéndice peludo e inquieto no era más que un triste recuerdo: quien no les echaba una escuálida pata de pollo de la olla del caldo, les zurraba la badana; quien no les volcaba en la acera la perola con los restos escasos del guiso del mediodía o unos trozos de pan duro, les medía los lomos con el vergajo; quien no los acariciaba detrás de las orejas o les rascaba la sotabarba, les atizaba un trancazo sin compasión y por sorpresa.

Los había, recuerdo, de dos clases: montaraces e indómitos, de los que te plantaban cara y te enseñaban los dientes a las primeras de cambio y con los que nos las teníamos tiesas un día sí y otro también, y los reservones y cobardes, ladradores del miedo, aulladores del pánico siempre prestos a salir pitando ante cualquier gesto mínimamente amenazador. El de agacharse de repente como para coger alguna piedra o palo no fallaba, era mano de santo: en cuanto flexionabas levemente las rodillas alargando el brazo hacia el suelo y ellos barruntaban la alevosa intención con su fino olfato, salían de allí a escape, cagando leches con el rabo entre las patas. Por supuesto, ninguno con esa gilipollez del pedigrí: todos mil sangres, mil padres, mil leches, hijos putativos de la áspera escuela de la calle al raso, bachilleres de latines, y aun licenciados, y sobre esto doctores, en desdichas y calvarios sin cuento.

Ahora, cuando las pasaban putas pero de verdad de la buena era si los sorprendíamos en amorosa postura, enlazados en la rica coyunda que, como a todo bicho viviente, natura les reclama. Pobrecitos míos: dada la dificultad que tienen los de su especie para desengancharse raudos del fornicio, aprovechábamos la indefensión manifiesta para descargar sobre ellos nuestra crueldad y frustraciones a base de zurriagazos y pedradas. Nos cobrábamos las deudas pendientes, como si dijéramos. Y hasta los intereses de demora. ¡Joder, lo pienso ahora y es que me daría de hostias yo mismo por lo cabrones que éramos!

Les poníamos nombres como Tobi, CaneloPintao, Sultán… Pero ya podías llamarlos lo que te saliera de ahí y esperar sentado que no venían ni a tiros. Ya digo que estaban bien baqueteados.
A pesar de mi insistencia perruna para que me dejaran tener uno en casa fui incapaz de lograr mi deseo. Y mira que di la matraca a conciencia. Pero no hubo manera. Un fracaso en toda regla. Hasta una vez, por ver de ablandar a mis padres y traerlos a mi capricho por la parte sensiblera, me presenté con un cachorro en brazos, canela y blanco, ya casi destetado, que daba gloria verlo. Pues ni capricho, ni sensibilidad, ni pollas en vinagre: si me descuido un poco y no ando alerta, y a pesar de que el perrillo, oliéndose la tostada, los miraba con unos ojos que partían el alma, acaba de guarnición con las patatas del puchero. Mi madre daba unos gritos tal si le estuvieran extirpando el apéndice sin anestesia o tuviera avispas por dentro de las bragas. Y mi padre, que podía ser sutil y expeditivo sin abrir la boca, en una silenciosa y, no obstante, explícita indirecta que cogí al vuelo por la cuenta que me tenía, echó mano a la navaja grande que siempre llevaba en el bolsillo y se puso a afilarla con parsimonia cuando no tocaba mientras miraba al perrillo de hito en hito. Con semejante recibimiento, de más está decir que en mi casa nunca tuvimos perro. Y debió de correrse la voz entre los canes del barrio porque desde el suceso del cachorro casi rescatado de la olla ni siquiera se atrevían a asomar los bigotes por la puerta de mi domicilio en sus incursiones alimenticias. Mi madre, que les tenía un pánico del que nunca supimos de dónde o de qué pudiera venirle (y le daba igual que el chucho fuera pequinés que mastín, chihuahua que perdiguero, foxterrier que pastor alemán, dogo que caniche...) había desarrollado una especie de sexto sentido, como eso de la ecolocalización de los murciélagos y los delfines, algo así, para detectarlos a distancia en sus batidas callejeras. Haciendo de tripas corazón y del pellejo una coraza, llegó un momento en que sin importarle el tamaño ni la posible fiereza de los imprudentes cánidos, en cuanto los veía merodear cerca del número diez de la calle Najarra los esperaba emboscada tras el umbral o detrás la cortina para espantarlos a fuerza de escobazos si acaso osaban asomar el hociquillo. Yo creo que el miedo cerval que les tenía le infundía al mismo tiempo un extraño valor para enfrentarse a ellos en un estado cercano a la histeria.

Lo que sí tuve, en cambio, fue un quiste en el pulmón. Hidatídico. Transmitido por los perros, dijo el médico. Pero jamás nos explicamos cómo llegó hasta allí. Si yo nunca, acabo de contarlo, tuve perro.

Casi cuatro meses en el hospital la tontería canina.

Y un costurón en el costado de recuerdo perenne.

No hay comentarios:

Publicar un comentario