miércoles, 26 de septiembre de 2012

Bailarín


Para Carmen y Charly, que me enseñaron el ritmo.
Mientras dábamos vueltas por la pista al ritmo de la música (de un tiempo a esta parte -ver para creer- me he convertido en un aceptable bailarín de salsa, de cha-cha-chá, me gusta pensar que incluso de tango), el tío aquel no dejaba de empujarme, de pisarme, de meterme los codos en las costillas para hacerse sitio en el bailongo con su pareja.
O simplemente por joder, que vaya usted a saber cuáles fueran sus motivos. Hay gente así, no se crea.
Le avisé un par de veces de su invasión de mi espacio, de su molesta torpeza, que tuviera cuidado con sus extremidades y, sobre todo, con las mías.
Como quien le habla a una pared. Como quien oye llover o barrunta un sordo repique de campanas a lo lejos.
Comprenderá usted que no le avisará más y que no tuve más remedio: de modo que aprovechando el último golpe de timbal de la melodía y el berrido final del cantante, lo estampé con disimulo y como sin querer, pero con el ímpetu necesario a mi propósito, contra el filo de acero de la barra.
Puso la pista perdidita de sangre y masa encefálica.

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