viernes, 20 de enero de 2012

Pipas y pandilla



Mi amigo Anacleto, que se daba un aire al torpón y sufrido agente secreto de tebeo con el mismo nombre, era huérfano de un minero que había muerto de silicosis. Creo que era natural de un pueblo de Jaén, me parece que La Carolina, no lo recuerdo bien. Su madre, la señora Ana, tenía la enfermedad del sueño. Las comadres del barrio, como si fueran entomólogas de postín, aeguraban taxativas que eso era porque seguro que le había picado la mosca tsé-tsé. Como si ellas hubieran visto muchas, no te digo. Si no sabían ni pronunciar bien el nombre. Serían las moscas o no, vaya usted a saber porque nunca hubo certeza al respecto, pero el caso es que tú estabas hablando con ella tan tranquilo y en un visto y no visto se dormía casi de golpe, como si lo hiciera a voluntad. A mí me daba un poco de miedo cuando le pasaba eso. Parecía morirse como a ratitos. Despertaba también de repente, con la mirada perdida y una especie de sobresalto impreciso en el rostro que ella domeñaba atusándose el pelo, prematuramente blanco a causa de su viudez imprevista, con un gesto coqueto. Pero nadie le daba mayor importancia a aquellos sueños repentinos, ni siquiera ella misma. Y al igual que dicen que no hay que hacer con los sonámbulos, tampoco nadie se atrevía a despertarla. Sería ya la costumbre. De nosotros, en cambio, se decía que éramos todo lo contrario: según la opinión popular, era seguro que teníamos el baile de san Vito o el diablo en el cuerpo porque no había manera de que nos estuviéramos quietos.

Anacleto tenía un hermano algo mayor, Ramón, que, junto con el de Manolo (a quien llamábamos "Barullo" porque se parecía como una gota de agua a otra a un personaje con ese apodo que salía en la tele), Julián, y el cabecilla (¿se llamaba Antonio?) del quinteto de tunantes de la señora Juana, formaban un triunvirato aparte que nos traía a mal traer en cuanto se les calentaba un poco la mollera, algo que de común ocurría un día sí y otro también. Zangolotinos contra mozancones, como dice un amigo mío de ahora. Conque no era de extrañar que los que iban inmediatamente detrás de nosotros en el escalafón de la infantería pobretona (el Sebas, el Juanito, el Manolín -que cantaba coplas imitando de manera bastante decorosa al entonces archifamoso Antonio Molina-, el Félix, el Marcelo…) pagasen el pato de nuestra frustración en cuanto les echábamos la vista encima y cometían la torpeza de ponerse a nuestro alcance. Nada particularmente grave tampoco: aquello de sacudirse estopa unos a otros se veía como una cosa natural, cotidiana, la ley del más fuerte en la pirámide de la vida haciendo de las suyas, Darwin en estado puro. Pero mientras no hubiera sangre… ancha es Castilla y aquí me las den todas. Eso sí: había que andarse con ojo, procurar no bajar la guardia y quitarse de en medio a escape en cuanto barruntábamos cerca a aquellos tres bigardos con pocas luces y perpetuas ganas de bronca.
Pero también es justo decir que si la pendencia era con los gañanes de las otras calles, la tríada feroz atendía de inmediato al ancestral llamado de los genes y la sangre y se sumaba a nuestra causa con un ardor guerrero que acojonaba un poco:


-Sin prisioneros, nenazas: sus y a ellos -nos jaleaban con brío y bélico lenguaje de tebeo (El Guerrero del Antifaz, El Jabato, El Capitán Trueno...) mientras, en cuanto tenían ocasión y en una demostración práctica de sus métodos, le atizaban una buena manita de hostias al primer infeliz que hubiera tenido la desgracia de caer en sus garras.

Anacleto estudiaba interno en un colegio de curas en Tarancón, provincia de Cuenca, región de Castilla la Nueva según los mapas de antaño. No me acuerdo de qué eclesiástica rama, si dominica o franciscana, si jesuita o agustina, si escolapia o benedictina. Bueno, qué mas da, en aquella época todas daban el mismo pavor. El caso es que la mayor parte de los frailes llevaban mala leche en la mochila para dar y regalar y sacaban la mano de paseo o la vara de arrear a las primeras de cambio. Mi compinche echaba pestes de ellos: acordarse de los curillas y calentársele la sin hueso era todo uno, los ponía como chupa de dómine, nunca mejor dicho. Me cago en la leche que mamaron esos cabrones era una de sus expresiones preferidas para referirse a ellos, así que ya os podéis figurar que lo que se dice mucho aprecio nos les tenía. Si queríamos verle de morros no teníamos más que mentar al padre Federico, o Conrado, o Martín, y el disparate verbal estaba asegurado. Esto del colegio de los curas lo apañó la señora Ana a través de la parroquia del barrio (y al ser huérfano el Anacleto aquello fue pan comido) para conseguir un poco de paz en su casa, porque el Anacleto era para ella como un dolor de muelas, igual que úlcera cabrona, tal que un puñetero sabañón.


Cuando venía de vacaciones en verano siempre traía en su maltrecho y pobretón equipaje una enorme bolsa de pipas. De cinco kilos. Gordas como piñones. Decía que se las regalaban a los alumnos que aprobaban el curso los dueños de una fábrica que había por allí. Sería por alguna promesa o penitencia de beatos. O para quitarse de encima como a lo tonto algún excedente a punto de caducar y ocupando sitio en el almacén y convertir de paso a los huerfanitos en involuntarios conejillos de indias. Aunque aquello del regalito en alianza con las notas académicas sonaba un poco raro, a mí que no me digan, porque el Anacleto no aprobó ni un curso completo mientras estuvo allí. Bueno, ni nunca que yo sepa, si a eso vamos. Nosotros estábamos seguros de que las mangaba en algún almacén. O que se las birlaba a algún compañero de infortunio algo lelo y poco atento a sus pertenencias. Cuestiones ambas que, por supuesto, faltaría más, nos la traían más bien floja. ¡Anda y que les dieran!

La verdad es que nos importaba una mierda de quién, cómo, de dónde o de qué ilícita manera las hubiera conseguido porque las pipas castellanas viejas estaban de escándalo, de rechupete, de aparta que voy, de toma pan y moja: cojonudas, vamos. Con el tueste y el calibres exactos; con sal y sin ella, según gustos; con la textura y sabor de una delicatesen. No he vuelto a comerlas iguales en toda mi vida. Nada que ver, por supuesto, ya les gustaría, con las que comprábamos o cogíamos prestadas sin permiso en el quiosco de las golosinas junto al cine o en la tienda para todo de la Conce, que parecían raquíticas en comparación con las semillas conquenses.

El mismo día de su llegada, después de desahogarse a gusto contra los "putos frailes" que le habían tocado en suerte y ponernos los pelos de punta con lo que nos contaba sobre ellos, nos sentábamos los cuatro (pantalón corto, camiseta de tirantes, sandalias o chancletas… el uniforme de combate de la muchachada en el estío del extrarradio) en el umbral de alguna de nuestras casas con el paquetón de pipas a los pies y dábamos comienzo al festín sin más demora ni zarandajas. Entre el tueste y la sal de las semillas, al rato de empezar con el condumio los labios y la lengua se nos ponían como cebollas reventonas. Y las yemas de los dedos, más negras que el alma de un bucanero o el calzoncillo de un preso en la celda de castigo. En un radio de dos o tres metros, y en un tiempo asombrosamente corto, la acera adyacente quedaba tapizada, como una alfombra crujiente y húmeda, como un césped extraño, de cáscaras pringosas de saliva que escupíamos a distancia. A ver quién llegaba más lejos. A la velocidad casi supersónica con que las engullíamos algunas de las pipas se escapaban enteras al escupirlas, pero qué se le iba a hacer, gajes del oficio.


Si no nos interrumpían las madres con algún mandado a destiempo o un par de escobazos porque les ensuciábamos la acera o nos jodían la fiesta los cabrones de los hermanos mayores, que nunca andaban muy lejos maquinando putadas, los cinco kilos de hijas del girasol nos duraban escasamente una tarde, dos como mucho. A otras cosas no digo que no hubiera alguien que nos mojara la oreja, pero comiendo pipas... comiendo pipas no había quien nos ganara, pongo una mano en el fuego por ello. Incluso las dos. Y no me quemo.

Al poco de empezar con la pitanza y masacre de las semillas tostadas llegaban las hormigas a cargar con los restos, que yo creo que nos tenían pillados el día y la hora, las puñeteras; para ellas, los despojos de aquel saco de pipas también eran un banquete, una opípara comida imprevista y facilona que les llenaba la despensa de suministros para el invierno. Se ponían a la tarea con un entusiasmo y tesón admirables: formaban unas filas enormes y disciplinadas camino del hormiguero, cada una con su cascarita, más grande que ellas mismas, a cuestas y pinzada en las mandíbulas sin perder ni el paso ni el rumbo. Y si alguna, por lo que fuere, tropezón o despiste o cansancio se salía de la senda correcta, "las hormigas soldado" (nos las imaginábamos con casco y lanza y gritando órdenes a troche y moche para mantener el orden en la fila) la reintegraba al redil al momento sin importar los métodos, sin la más mínima delicadeza, a lo bruto, como si dijéramos. Los gorriones, descarados y hambrientos, dispuestos a hacerle una feroz competencia a los himenópteros (dato científico para los ignaros), también se iban acercando poco a poco y como quien no quiere la cosa, con esos saltitos tan graciosos con que caminan, a ver qué podían sacar en limpio de todo aquel trajín. Al día siguiente, y entre escobazos maternos, insectos y pajarillos apenas quedaba un mísero rastro de las cáscaras del fruto del girasol.

Anacleto, "Barullo", Tasio y yo fuimos uña y carne durante unos cuantos años. Dueños del verano y sus rincones, exploradores incansables del barrio y sus recovecos asilvestrados y broncos, formábamos un grupo inseparable, casi salvaje. Como el de aquella peli del oeste de Peckinpah en la que moría hasta el apuntador. O el arrabalero y cutre de La guerra de los botones, mucho más cercano y verdadero. Lo que no impedía que de cuando en cuando anduviéramos a la greña entre nosotros por cualquier gilipollez.

Al único que he vuelto a ver de aquella pandilla desde que me fui del barrio ha sido al Tasio. Un domingo. En la cola para entrar al Zoo de Madrid. Los dos, ya casados y con hijos.

No supimos bien qué decirnos.

1 comentario:

  1. Ausente unos días de casa, en viaje por tierras levantinas, voy poniéndome al día poco a poco de todo lo publicado en los blogs amigos. En el caso de esta entrada, veo que Notas para esbozar apuntes continúa con pulso firme y memoria en forma. Y yo sigo disfrutando de estos recuerdos.

    Un abrazo.

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