viernes, 2 de abril de 2010

Viernes Santo (cine y gastronomía)


Siempre que llega esta época del año, vuelvo a recordar cómo eran entonces estos días, cuando uno era un niño. Una mierda, hablando mal y pronto: un manto opaco de opresión eclesiástica -más del habitual-, en estrecha y provechosa alianza -más que de costumbre- con el estamento policial se cernía sobre toda la sociedad como nubarrón de tormenta que nos va a poner pingando, seguro. 
Diversión, la justa, hostia, que estamos celebrando la Pasión de Cristo. Celebrar, curioso término para denominar la muerte.
Así que tanto en cines como en TVE ("Televisión Española, la mejor televisión de España", rezaba -nunca mejor dicho- el eslogan que inventó un gracioso, teniendo en cuenta que era la única), y entre misa y procesión, entre saeta y penitencia, venga a pasar en las pantallas películas sobre el tema (Quo vadis, Los Diez Mandamientos, Marcelino pan y vino...), una tras otra casi sin descanso, que no veíamos la hora de que llegara el domingo y el cristo resucitara de una buena vez hasta el año siguiente.
Y algún reflejo atávico nos queda todavía de aquello, habida cuenta de que todos los años por estas fechas, en alguna que otra cadena siguen pasando las mismas películas con una obstinación digna de mejores causas.
Fueraparte, que diría un amigo mío con labia campechana, estaba el tema gastronómico, el siempre delicado asunto del condumio y la nutrición. Ahí sí que habíamos topado de frente y en toda regla con la Iglesia y sus absurdos mandatos: nada de comer carne o derivados (mortadela, salchichón, chorizo de cantimpalo...), al menos el pomposamente llamado "viernes de vigilia". Conque ni bula, ni leches, ni pollas en vinagre: potaje de garbanzos con bacalao seco y espinacas, cuando no, horror de los horrores, arroz con habas, "exquisiteces" culinarias que a los niños no es que nos volvieran locos precisamente. Entre algún sopapo que otro, amenazas varias y lágrimas a granel, tragábamos a la fuerza aquellos castigos emplatados que las madres (es curioso, incluso aquéllas que no eran creyentes ni pisaban jamás una iglesia) se esmeraban en preparar durante toda la mañana, y aún la tarde de vísperas, como contagiadas por magia divina o algún extraño milagro del plúmbeo ambiente general.
Mi reflejo atávico en este caso es que siguen sin gustarme, pero ni una mijita, ni las espinacas ni las habas. Se me pone la piel de gallina sólo de nombrarlas.
Menos mal que para endulzar la cosa -que Dios, dicen, aprieta pero no ahoga- estaba aquella exquisitez (ésta sin comillas irónicas) de las torrijas.
¡Ah, dulces torrijas empapadas en leche, coronadas de azúcar, con su fondo de canela o anís, con su aroma de limón! Todavía me relamo con su recuerdo en mi paladar.
Y aunque ya no saben igual ni con mucho, voy a comerme un par de ellas ahora mismo, que con la tontería me he puesto nostálgico y caprichoso de torrijas.

7 comentarios:

  1. Como vienes a resumir, no todo era malo (con todo lo que de malo había). Las torrijas (y la limonada; en mi casa, a cargo de mi padre, que aún sigue haciéndola puntual cada año), nos alegraban la vida. En mi caso, menos radical que tú, he vuelto a comer esos potajes, que ahora me saben deliciosos pero, eso sí, fuera de estas fechas, y la espinacas y habas gozan de mi mayor consideración.

    En cuanto al cine, a pesar de las reposiciones cansinas con que nos castigaban cada año, hay que reconocer que algunas de aquellas películas (bien traidos aquí sus pasquines anunciadores): Quo Vadis, Ben-Hur y Espartaco, sobre todo, están entre algunas de las joyas del cine. Ahora, como bien dices, para los chavales sobre todo, uf, menudo tiempo aquel...

    Bien traído, Elías.

    Un abrazo.

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  2. Es verdad, yo tengo los mismos recuerdos que tú. De hecho, cuando era niña, lo que más me gustaba de la Semana Santa eran las vacaciones, por lo demás eran unos días bastante tristes. Y, si lo piensas, no deberían serlo, porque al fin y al cabo lo que da verdadero sentido a la Semana Santa es la resurrección, y esta es motivo de alegría.
    Me has hecho recordar mi niñez.
    Un abrazo.

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  3. JAjaajajaja, me acabas de recordar los sopapos (como tú dices), que le daban a mi hermano con las espinacas y las habas, yo era más buena para comer, menos mal.

    Yo te invitaría a torrijas, que dicen me salen muy bien, mi secreto es el vino, vino de Jerez, bueno, ya no es un secreto, jajajaaja.

    Espero que te aprovechara esa que te has comido.

    Como siempre Elías, tus entradas me resultan entrañables, en tanto que me traes recuerdos de mi niñez.
    Gracias y te mando un beso torrijero.

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  4. Antonio: ahora me encantan los potajes; eso sí, sustituyo las espinacas por, digamos, acelgas.
    Que tampoco es que sean "la alegría de la huerta", pero me gustan bastante más.
    Y en cuanto a las pelis, me quedo con la de Kubrick.

    Abrazo

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  5. Eran días oscuros, Mercedes, plúmbeos, como digo en la entrada. Yo, al menos, los sentía así. Menos mal que los niños -y yo era bastante bueno en eso- siempre teníamos algún recurso para evadirnos en lo posible de aquel ambiente.
    Abrazos

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  6. Sopapos, collejas, pescozones... Que más da, Lola. Yo me llevaba unos cuantos a diario sin imoportar la denominación de origen. Mi madre tenía una mano hábil para aquellos menesteres.
    Y es verdad; también las había con vino.
    Y bien ricas que estaban también.
    Tan ricas como esas tuyas que saboreo virtualmente, dulcemente.
    Abrazos y que te aprovechen.

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  7. Sara Moro Barroso18 abril, 2010

    Después de haber leído lo que te pasaba y sigue pasando con las espinacas y las habas, creo que puedes entender lo que me pasa a mi con las lentejas,
    un beso.

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