domingo, 27 de febrero de 2022

Tragaperras

 

Yo siempre había pensado que aquello era una leyenda urbana.

-Bah, eso son cuentos chinos -respondía incrédulo y mordaz cuando los colegas me decían que sí, que sí, que aquello era para verlo.

-Créetelo -insistían.

Como santo Tomás, hasta que no lo vi con mis ojos y lo sufrí en mis propias carnes no me lo creí del todo. Un día tras otro me dejaba una fortuna en la tragaperras y el que se llevaba la pasta era el chino cuando yo, harto de perder y cabreao como un chino, nunca mejor dicho, me alejaba de la máquina maldiciendo mi mala suerte y cagándome en los muertos pasados, presentes y futuros del cálculo de probabilidades.

Entonces el fulano aquel, que había esperado horas al final de la barra mareando la copa con esa paciencia oriental tan ponderada por los insulsos (la paciencia… pues como todo, según cómo y con quién), se acercaba despacioso a la máquina con esa sonrisilla cargante que tienen todos los amarillos y a la segunda o tercera jugada, clinc, clinc, clinc, clinc, el premio especial, las monedas cayendo en cascada en la bandeja metálica, la puta musiquilla sonando burlona en mis oídos, toda la peña de la barra mirándome con conmiseración y algunos hasta con desprecio.

Mucha casualidad lo del chino, ¿no?

No tuve paciencia para esperar a que me lo hiciera otra vez.

(De, "Hasta que la muerte nos separe", Eolas Ediciones, 2021)