Hoy, 23 de abril, e instaurado oficialmente por la UNESCO desde 1995 con motivo del aniversario de la muerte de Cervantes, Shakespeare y Garcilaso de la Vega el mismo día de 1616, se celebra internacionalmente el Día del Libro.
Mi manera de celebrarlo en esta ventana es reproducir, con mi agradecimiento por su amabilidad, este texto de Jesús Marchamalo, periodista, escritor, comunicador, amante de los libros y las bibliotecas, entre otras muchas cosas de su trayectoria profesional.
En su obra destacan títulos como La tienda de palabras, 39 escritores y medio, Las bibliotecas perdidas, Tocar los libros, No hay adverbio que te venga bien o 44 escritores de la literatura universal, aparecido este último hace apenas unos meses en la editorial Siruela.
Alrededor del mundo de la escritura y los libros, publica desde hace tiempo unas interesantísimas colaboraciones (reportajes, entrevistas y reseñas) en el suplemento cultural “ABCD”.
Dicho texto fue leído por su autor con motivo de la celebración del XII Salón del Libro Antiguo de Madrid en 2009.
Esta aventura de libros y misterios
Jesús Marchamalo
Un libro. Bonito. Espero que estemos de acuerdo. Se titula Literatura española del siglo XX, de Pedro Salinas, editado por Séneca, la editorial de Bergamín, allí en el exilio, en México, en 1941.
Y estoy seguro de que muchos de ustedes lo conocen, y que secretamente calculan su precio. Deformación profesional, no se preocupen.
Lo compré en Madrid, en la librería de mi amigo Jaime, donde voy, de vez en cuando, desde hace años, a ver libros, y a hablar de esto y aquello, y a echar parte de la mañana o de la tarde, si uno dispone de ella.
La encuadernación, holandesa, con puntas -qué les voy a contar que no sepan- es de mi amigo Jesús. Trabajaba hasta que se prejubiló el año pasado en la oficina central de Correos de Guadalajara por las mañanas, y, por las tardes, casi por afición, se dedicaba a encuadernar.
Así que quedábamos, de vez en cuando, cerca de mi casa, como dos conspiradores, o espías, en un banco, en la calle.
Yo le entregaba los libros, y al cabo del tiempo, dos o tres meses, más a veces (ya saben cómo son los encuadernadores que trabajan por las mañanas en Correos), me los devolvía con su nueva cubierta de piel, tersa y esplendorosa.
Él me encuadernó, en rojo, la primera edición de Pombo, de Ramón, dedicada con su habitual “afecto Pombiano”; me encuadernó, en piel verde, un librito de Pérez Ferrero, Luces de Bengala, y en marrón, plena piel, con nervios, otro de León Felipe, Antología rota, dedicado, que compré a un librero, hace años, en un salón como éste. O este mismo salón.
Es curioso cómo los libros cuentan historias. Siempre. Cuentan quiénes nos los vendieron, o regalaron. Dónde los encontramos. El lugar en el que los leímos: si estábamos en el mar de vacaciones, o en la cama, con fiebre de la gripe común. Y no ésta, que acaba y nunca acaba de pillarnos.
No sé cuánto hace que colecciono libros. Y tampoco sabría explicar el motivo, más allá de la fascinación, de la emoción irrepetible -y elijo con cuidado la palabra-, de dar con uno de los que buscamos.
Hay ciudades, y lugares, y viajes que recuerdo por los libros que encontré.
Una edición de Cántico, en Sevilla; otra de José Hierro, con un dibujo suyo, en Santander; un poemario de Vicente Aleixandre, firmado, en Valencia; y otro dedicado por Baroja, Desde el principio hasta el fin, Espasa-Calpe, 1935: letra menuda, rácana, minúscula, con el que topé una mañana, aquí en Madrid, en la librería de mi amigo Manolo.
Recuerdo también el día en que me llegó a casa un sobre con un libro firmado por Canedo, desde Lisboa; otro de Oliverio Girondo que compré en Buenos Aires, por Internet; y el paquete que vino desde México, hace años, lleno de cinta de embalar y papeles de todos los colores, con un libro firmado por Juan Ramón Jiménez con su letra arabesca, un poco inconcebible.
Y recuerdo el placer, iba a decir morboso, de tocar esas páginas que, al menos un momento, tocó también el raro Juan Ramón.
Tan raro que lavaba sus manos con colonia cuando cogía los poemarios de alguno de sus autores favoritos. Tanto que cuando ingresaba, él solo, de vez en cuando, en el sanatorio del Rosario, de Madrid, sacaba de su casa un retrato enmarcado de Verlaine con el que se presentaba, bajo el brazo, ante el médico: ingréseme, decía, aquí lo traigo todo.
Los libros dedicados, tema al que se dedica la exposición de este año en el Salón, guardan algo de sus autores. Permiten ver su letra, el color de la tinta, las palabras, generosas o cutres, que utilizan, la forma de expresarse…
Alguien dijo que las dedicatorias son un género literario más, el arte de la concisión y del ingenio. Y con ciertos autores admirados -Antonio Machado, Octavio Paz, María Zambrano-, descubrir esa parte pequeña, pero al tiempo única, de su obra, plantea desde luego un privilegio.
Pero hay algo también que se queda en los libros de nosotros. Un rastro a veces sutil de esquinas dobladas, o pequeños pedazos de papel utilizados como señaladores. También sellos, y fotos, anotaciones, billetes de autobús, flores prensadas, erratas corregidas. Algo nuestro en cada libro que tocamos, y que nos sobrevive.
No es fácil, de otro modo, explicar este entusiasmo nuestro por el papel, las encuadernaciones, el olor de la tinta, el sonido de un libro al hojearlo.
Creo que los libros son, de algún modo, un país, y el amor a los libros te hace ciudadano de esa nación imaginaria donde los habitantes utilizan palabras fragantes y sonoras. Dicen nervios, hierros, dorados, tejuelos y gofrados… Dicen ejemplar fatigado, y polilla, sin afectar al texto.
Durante el pasado año tuve la fortuna, la suerte irrepetible, de escribir una serie para ABCD, el suplemento cultural de ABC, sobre algunos escritores y sus bibliotecas.
Visité la de Vila-Matas, en Barcelona, en la que escribe rodeado de sus autores favoritos; la de mi amigo Mateo Díez, aquí en Madrid; la de Javier Marías, con sus libros ingleses; la de Fernando Savater, llena de muñequitos, y postales; la de Pérez-Reverte, gran lector, y bibliófilo, al que le llevé un libro para que me lo firmara y que en El club Dumas me escribió: “A Jesús Marchamalo, esta aventura de libros y misterios”, que no es mal título tampoco para un pregón.
También estuve con Mario Vargas Llosa, uno de mis santos laicos de siempre, quien me habló, con nostalgia, de unas cajas que dejó en el desván de casa de sus abuelos, allí en Lima, cuando se vino a Europa, a finales de los años 50.
Más o menos mil libros, calculaba, que se comieron la humedad, el polvo y los gusanos, en el peor clima del mundo para el papel: humedad y calor y un poco también de indiferencia y abandono.
Los había dejado envueltos en naftalina y tabaco negro confiando en que aquella vieja magia funcionara. Pero no. Cuando volvió, seis o siete años más tarde, se encontró con el papel deshecho, desmenuzado, lleno de moho y manchas, y en cada libro, dos o tres túneles de polilla.
Entre esos libros perdidos había uno de Pascual de Gayangos, un tratado de novelas de caballerías que encontró, unos años más tarde, en la tienda de un anticuario, y que compró sin confesarle sus vicisitudes.
Y me habló del placer inesperado del reencuentro con aquel libro que había sido suyo y que volvía a serlo.
Me habló de esa emoción impune, prodigiosa, ese milagro cotidiano de las librerías de viejo que consigue poner ante tus ojos, a tu alcance, la tentación enorme de ese libro que se lleva tanto tiempo buscando o, lo que todavía es mejor, ése que ni siquiera sabías que buscabas, y que te encuentra a ti.
Me firmó un ejemplar de Pantaleón y las visitadoras para mi hijo Andrés, que cumplía ese día siete años. Y que dice: “Para Andrés, lector precoz, en el día de su cumpleaños, con un abrazo cariñoso de Mario Vargas Llosa”.
Aquí lo tienen, dedicado como los de Neruda, con tinta verde, en la edición de Seix Barral, Barcelona, 1973.
Un libro que leí, hace seguramente treinta años, que perdí en alguna de las quince mudanzas que hemos sufrido todos desde entonces, y que volví a comprar sólo para que se lo firmara a mi hijo, que lo leerá, de adolescente, con su firma.
Voy a llevarlo a la exposición, ahora, que les recomiendo que visiten, sobre dedicatorias. Dentro de un rato, si se animan, podrán verlo en una de las vitrinas y esta vez, saber algo de la historia que hay detrás
Ésa que tienen todos y cada uno de los libros, y que, a veces, tenemos la fortuna de poder conocer.
No tengo mejor deseo esta tarde para ustedes, lectores, coleccionistas, que desearles lo mismo que aquello de lo que hablaba Vargas Llosa: que encuentren lo que buscan, o que sean ustedes encontrados.
Y a ustedes, los libreros, que lo vean.
Buenas tardes a todos. Buena suerte.
Muchas gracias.
Coda: ¡Qué buena aventura hubiera salido de un encuentro entre Don Quijote y Cervantes mientras éste recaudaba impuestos en nombre del rey!
Completa e interesante entrada. Se nota tu gran pasión por los libros.
ResponderEliminarFeliz día internacional del libro.
Hasta pronto.
Gracias, Mercedes.
ResponderEliminarPero por lo que veo es una pasión compartida.
Un abrazo.
Feliz día del libro, amigo de las letras.
ResponderEliminarUn saludo