“Ay, Soledad, Soledad; / tanta gente a tu verita / y qué solita que estás”. Ya veis. En este pueblo no se escapa ni el “Tato”: a falta de mote, coplilla. Y la Sole, la verdad sea dicha, es que daba pa los dos. Soledad era alta y silenciosa, con un moño sobre la nuca tan tirante que casi le achinaba los ojos y que eran su rasgo físico más destacado, los que le daban un aire de misterio y exotismo que nunca perdió, y que nos traía locos a más de uno. De las tres hermanas era, de largo, pero mucho, eh, la más vistosa; unos ojos verdes velados de tristeza, una nariz de tiralíneas, unos labios carnosos que nunca conocieron beso y unas manos delicadas, como de arpista romántica. Amén de un par de señoras tetas que no pasaban tampoco lo que se dice desapercibidas, unas más que aparentes piernas y una retaguardia, tú ya me entiendes, poderosa y apetecible como pocas.
Lo malo (y bien que lo sentíamos los mozos, que no andamos por aquí mu sobraos de modelos que se diga) es que no la veíamos casi nunca. Si acaso, de vez en cuando asomá un ratino en el balcón por la procesión del santo, yendo a la misa del gallo, en algún entierro familiar… Ocasiones así de escasas e insípidas. Desde luego, y que este menda sepa, en bailes, romerías o la fiesta de los quintos, no se le veía el pelo a la Sole. Ni lo demás tampoco, claro, que era lo que a nosotros, la verdá, pa qué voy a mentirte, más nos interesaba.
Encerrá en su cuarto (que más parecía celda de convento al decir de alguna que en él estuvo), afaná con su costura o sus novelas románticas y con la única compañía de una radio huérfana de algún botón que había conocido tiempos mejores, Soledad se daba a la misma con un ahínco y misticismo que tenía a sus padres a punto del soponcio, cuando no del infarto.
Y es que al ser la más vistosa de las tres, las esperanzas familiares de perpetuar la vieja estirpe de los Muñoz Cascales por vía materna estaban cifradas en los encantos físicos de la moza. Todo a una carta, con dos cojones. A la Angus y la Loli, las pobres, que bastante tenían con lo suyo, los progenitores les habían negao hasta el beneficio de la duda. Y con razón, mira tú por dónde. ¿Quién coño iba a querer cargar con semejantes callos?
Pero la Sole, consentía desde chica por ser la menor de la terna (que le daban tos los caprichos por peregrinos que fuesen, y así, claro, pasa lo que pasa), no estaba por la labor de complacer a los padres, qué se le va a hacer. Guapa sí, de cartel de cine, que le daba cien vueltas (y esto no lo discutía nadie con dos deos de frente) a cualquier manceba de la comarca en edad de merecer; ahora bien, mojigata y simple, “como pa aburrir a un rebaño de ovejas modorras”, que decía sentencioso y certero el Isaías.
En fin, que con esas actitudes egoístas y caprichosas, lo de la cosa del noviazgo, el casorio, el embarazo, y el posible alumbramiento de algún cabezón o chochona que aumentara el censo e hiciera realidad las delicias de los abuelos, no parecía empresa fácil.
-Pero hija -le decía la señá Reme a cada rato-, sal un poquino a la calle, luce ese palmito que Dios te ha dao.
-Que no, madre, que no, no sea usté pesá, que a mí en la calle no se me ha perdío na ni hay en ella na que me interese -contestaba, desabrida y terca, la Sole.
Pues no era testaruda ni na la niña; si decía que no, era que no por encima de la campana gorda y como dos y dos son cuatro desde Pitágoras. Ya le podías dorar la píldora cómo quisieras, que pinchabas en hueso, fijo.
El Niceto y la Reme, ante semejante obcecación sin pies ni cabeza, ante tamaño desplante, ante tal desobediencia y cabezonería rebelde, se hacían cruces y se tiraban de los pelos; a ver cómo le explicaban ahora a don Cosme, el boticario, con quien la tenían apalabrá desde bien chiquinina pa su hijo Natalio (un pichafloja, seminarista arrepentío), que de lo dicho, nasti de plasti, que donde dije digo, digo Diego, y que si te he visto no me acuerdo y vámonos que nos vamos que pa luego es tarde.
-¡Qué vergüenza, Dios mío, pero qué vergüenza más grande! -le lloriqueaba la Reme con lágrimas chantajistas cada vez que salía el tema (y salía día sí y día también) por ver de ablandar la cerrazón de la niña. Pero “que si quieres arroz, Catalina”. El Niceto, en cambio, de común pacífico y circunspecto, no decía esta boca es mía, que era de buen conformar y de pocas palabras el hombre. Pero la miraba atravesao y se aguantaba como podía las ganas de sacudirle unas buenas hostias a la princesita pa ver si entraba en razón con otros métodos más antiguos y acreditaos. Más de una vez tuvieron que sujetarlo entre la Reme y las hermanas pa que no desgraciara a la cabezona de la Sole cuando se le iba la pinza.
Y así toda la vida, un día tras otro, dale que te pego y erre que erre, hasta que la Sole murió, mira tú por dónde, menuda sorpresa, virgen y octogenaria.
Y desaprovechá, que dicen por aquí los mozos, con un fondo en los ojos y en la voz de tristeza y de lujuria.
-Pero hija -le decía la señá Reme a cada rato-, sal un poquino a la calle, luce ese palmito que Dios te ha dao.
-Que no, madre, que no, no sea usté pesá, que a mí en la calle no se me ha perdío na ni hay en ella na que me interese -contestaba, desabrida y terca, la Sole.
Pues no era testaruda ni na la niña; si decía que no, era que no por encima de la campana gorda y como dos y dos son cuatro desde Pitágoras. Ya le podías dorar la píldora cómo quisieras, que pinchabas en hueso, fijo.
El Niceto y la Reme, ante semejante obcecación sin pies ni cabeza, ante tamaño desplante, ante tal desobediencia y cabezonería rebelde, se hacían cruces y se tiraban de los pelos; a ver cómo le explicaban ahora a don Cosme, el boticario, con quien la tenían apalabrá desde bien chiquinina pa su hijo Natalio (un pichafloja, seminarista arrepentío), que de lo dicho, nasti de plasti, que donde dije digo, digo Diego, y que si te he visto no me acuerdo y vámonos que nos vamos que pa luego es tarde.
-¡Qué vergüenza, Dios mío, pero qué vergüenza más grande! -le lloriqueaba la Reme con lágrimas chantajistas cada vez que salía el tema (y salía día sí y día también) por ver de ablandar la cerrazón de la niña. Pero “que si quieres arroz, Catalina”. El Niceto, en cambio, de común pacífico y circunspecto, no decía esta boca es mía, que era de buen conformar y de pocas palabras el hombre. Pero la miraba atravesao y se aguantaba como podía las ganas de sacudirle unas buenas hostias a la princesita pa ver si entraba en razón con otros métodos más antiguos y acreditaos. Más de una vez tuvieron que sujetarlo entre la Reme y las hermanas pa que no desgraciara a la cabezona de la Sole cuando se le iba la pinza.
Y así toda la vida, un día tras otro, dale que te pego y erre que erre, hasta que la Sole murió, mira tú por dónde, menuda sorpresa, virgen y octogenaria.
Y desaprovechá, que dicen por aquí los mozos, con un fondo en los ojos y en la voz de tristeza y de lujuria.
¡Qué cosas tiene la vida! (Y anda que ese pueblo, meca...) Que otro daguerrotipo bordao, y no hay más que hablar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Antonio:
ResponderEliminarComo me gusta ese "meca", apócope de "mecagüen", apócope, a su vez, de ese tan nuestro de "me cago en...".
Si dios quiere, seguirán "cayendo" paisanos de vez en cuando.
Un abrazo.
... ese "meca", además, tan del maestro Gila, que es como volver a decir tan del pueblo.
ResponderEliminarNuevo abrazo.
Sí señor, Antonio, de nuestro querido Gila.
ResponderEliminarMeca... Mira que lo echo de menos.
Abrazos.