Mi amiga Yolanda Soler Onís presenta esta tarde, en el Hall del Palacio de la Magdalena de Santander, su poemario De los ríos oscuros, publicado por Ed. Idea.
En esta misma ventana, aquí, ya se publicó un inédito del mismo.
Yo no podré asistir a la presentación, pero no estaría mal que alguno de vosotros hiciera acto de presencia. A buen seguro, no saldréis defraudados, sino todo lo contrario.
Pero hoy quiero dejar aquí otra muestra de su quehacer como escritora, un relato, también inédito, que me envió hace algún tiempo.
Es mi manera de decirle que la quiero y de que estaré esta tarde allí con ella, siquiera con el pensamiento.
Amores de verano
Hubo un tiempo en el que dejé de creer en las palabras. Sucedió algunos meses antes de que comenzara a preferir los desiertos. Palabras y más palabras que la evidencia siempre terminaba desmintiendo... Unas vacaciones exóticas me parecieron la mejor opción para aquel verano. Al tercer día de selva comencé a aburrirme, por eso de que los árboles no dejan ver el bosque. Escuché hablar de anacondas, de pirañas y guerrilleros que atacaban las aldeas al atardecer; supe de tribus hostiles maleza adentro, en las que las mujeres contaban sus lances de amor por cicatrices. Atravesé lugares donde, según me explicaron, secuestran primero, preguntan después, y te retienen hasta que se agota el crédito de la visa o la paciencia. Pero lo cierto es que, si exceptuamos algún que otro mosquito y el tamaño de las cucarachas, durante aquellos primeros días mi mayor reto fue enfrentarme a los efectos secundarios del tratamiento contra la malaria.
Coincidimos a orillas del Orinoco un caluroso y húmedo atardecer de mediados de septiembre. Él regresaba de Casuarito en la misma barca que habría de trasladarme al curioso pueblo colombiano. Al cruzarnos en la rampa que ascendía desde el río, nuestros ojos se encontraron, y aquel hombre bajito y con gafas, que en cualquier otra circunstancia me habría parecido invisible, me miró como jamás lo había hecho nadie.
Aquella mirada me acompañó durante la breve travesía, llegando incluso a empañar la más notable sorpresa del viaje hasta el momento: las seis farmacias que se disputaban la única calle de aquel diminuto pueblo perdido en medio de la nada verde; tampoco reparé en las curiosas compras que en ellas realizaban mis compañeros de viaje: al parecer, productos de jojoba y otros preparados de frutas y raíces, algunos con propiedades afrodisíacas. El guía nos comentó que allí las balas solían sonar con la misma naturalidad con que la lluvia se presentaba y cesaba cada tarde.
Aquella noche nos volvimos a ver. Mis ojos buscaron su mirada en la taberna “Río Negro”, y los suyos no me perdieron de vista mientras el grupo “Selváticos en acción” complacía a la concurrencia con cumbias, vallenatos y merengues. A partir de entonces coincidimos a menudo. En estos viajes organizados todo parece tener otro ritmo, un orden distinto de prioridades. El ambiente de las excursiones suele ser poco propicio para la intimidad: gente que va y viene y se incorpora a la mesa en el desayuno o a las copas nocturnas. Logramos algún aparte en la taberna, donde el tono de la música imponía ese sordo lenguaje de las discotecas, repleto de sonrisas. Así que no hablamos demasiado. De todos modos he de confesar que, entonces para mí, la conversación era lo de menos, ya que por aquellos días -me lo repetía continuamente- había dejado de creer en las palabras. Aquella mirada profunda, triste, entregada, pero insistente, era cuanto necesitaba.
Una compañera de expedición terminó con mis últimas reticencias cuando coincidimos con él poco antes de partir hacia el Cerro Autana: "Si alguien me mirara así me moriría", dijo. Sólo nos quedaba por delante aquella visita al lejano monte que había sido en el origen del mundo Jivi, su árbol de todos los frutos. Tras ella, una noche brevísima nos impregnó la piel de olores a mango, temare, guama... El viaje de regreso fue una tortura.
El recuerdo de sus ojos sostuvo la espera hasta el siguiente encuentro. Me hice una experta en interpretar y justificar el valor de ciertos gestos, la complicidad de los silencios, en multiplicar el significado de los escasos instantes compartidos.
Nos citamos dos meses después en Zaragoza. Durante un primer paseo por la ribera del Ebro caí en la cuenta de que compartíamos muy pocas cosas. Había conservado su imagen distorsionada por la distancia y la memoria de aquellos días en los que la selva había dejado de ser el corazón del tedio para convertirse en paraíso. A partir de ese momento comenzó una lenta agonía que sólo su mirada era capaz de aliviar. Y es que, aquellos ojos, por sí solos, parecían capaces de justificar cualquier balance. Nos alejamos del río en silencio, ignorando aún que la catástrofe era inminente. Algo después en una pizzería, al levantar la vista de la carta para pedir una cuatro estaciones, sorprendí su mirada -aquélla, la intensamente mía - presa en el camarero.
Creí morir. De nada sirvió que me explicaran, con todos los pormenores, que en cuestión de miradas hay escasas diferencias entre el amor y la miopía. Desde entonces, si me miran con insistencia, no me ando por las ramas: pregunto directamente por el número de dioptrías y vuelvo a concentrarme en las palabras.
Yolanda Soler-Onís
Muy bueno. Con razón dicen los entendidos que las miradas mmiopes quedan muy bien en cámara, tienen un no sé qué, entre seductor y penetrante.
ResponderEliminarUn beso.
Ya me gustó el poema, que comenté, y me encanta el relato que nos regalas: estupendamente escrito y con un final inesperado y con cierto toque de humor.
ResponderEliminarPara la autora, mucha suerte en la presentación de su libro.
Para el "autor", una vez más, agradecimiento por los regalos que nos otorga.
Un abrazo a ambos.
Bravo por Yolanda Soler. Este relato tiene todos los ingredientes de una buena pluma.
ResponderEliminarLe deseo lo mejor en su presentación.
Hasta pronto.
Elías estaba pensando que Yolanda podría venir a leer su obra al aula de Badajoz el curso que viene, he leído parte de sus poemas y me han gustado mucho, ¿Tienes su e-mail? Un saludo cordial.
ResponderEliminarPues sí, Paloma, algo tienen que tener esas miradas miopes: mis grandes amores en la vida también lo son.
ResponderEliminarUn beso
Gracias, Antonio, como siempre, por tus generosas palabras.
ResponderEliminarYolanda es una estupenda escritora y una gran mujer.
Un abrazo
En nombre de Yolanda, gracias por tu entusiasta comentario, Mercedes.
ResponderEliminarSeguro que todo fue bien en la presentación.
Un beso.
Hola a todos,
ResponderEliminarMuchísimas gracias por vuestros comentarios y generosidad. El relato tiene la friolera de trece años, así que más ilusión me hace vuestra acogida.Antonio, gracias por tus deseos, se cumplieron de tal modo que, incluso, tuve relámpagos acompañando la lectura de los poemas en los que se les nombraba - que no son pocos- Y es que en la UIMP están en todo. Estaré encantada, José Manuel, de poder leer en el aula de Badajoz. Siempre he visitado Extremadura como turista y me apetece mucho poderlo hacer como poeta; mil gracias. Hasta el 31 de agosto estaré en dirman@cervantes.es y a partir del 1 de septiembre en dirvar@cervantes.es
Un abrazo Yolanda