viernes, 19 de marzo de 2010

Paisanaje (5) Manolito


Manolito, por buen mote “El Garnachas”, una vez cumplió con la patria en el Arma de Artillería (que lo primero es lo primero, y luego todo lo demás), empezó a tontear y ennoviarse con una de Citruego, moza pecosa y rolliza, difícil de carácter y aún más ardua de rostro, sin más oficio ni beneficio que las faenas propias de la granja familiar (mayormente, el escardar cebollinos y el acarreo del estiércol) y, a su debido tiempo, por aquello de ser hija única, verse dueña de la heredad. Menudo chollo tenía la niña.
Y mira que le advertimos que la moza no era nueva en la casa del noviazgo, que ésta ya viene resabiá, que nos nos gusta la orina del enfermo ni como le llora el ojo a la borrega, Manolito, nos cansamos de decirle. Pero cuando uno se enchocha a la primera y se le encabrona el escroto, mal asunto; ahí sí que no hay razones que valgan, ya te pueden decir misa.

Se veían los domingos en el baile (literal: verse, se veían, pero lo del baile ya era otro cantar), y después de alguna gaseosa o de una clara para ella y un par de porrones para él, Manolito la acompañaba (haciendo por el camino una parada que otra para algún magreo rapidito, aunque siempre acuciados por las manecillas del reloj) hasta la linde de la finca donde pacían, cual impávidas y orondas señoronas, y rumiando lo suyo, las vacas del padre.
Era éste un sujeto de armas tomar, un tipo cejijunto y hosco, macizo como bloque de granito y que no le tenía buena ley al muchacho, vete tú a saber por qué, que no le entraría por el ojo, pero que por no andar siempre a la gresca con las mujeres de la casa, que le tenían la cabeza como un bombo con esa insistencia sorda, tan femenina, como de gota malaya, y de eficacia probada generación tras generación para doblegar voluntades varoniles, acabó consintiendo en el requiebro, la ronda y el galanteo. Con condiciones, eso sí, que de ahí no hubo quien lo moviera:
-Na más que los domingos por la tarde, aquí ni un minuto después de las diez, y me la traes entera, tú ya me entiendes, o te capo como a un cochino -le dijo el día que el galán reunió el coraje necesario para pedirle permiso mientras el Cipri afilaba el hocino como quien no quiere la cosa.

Hábil operario del gremio del yeso y la paleta al que nunca le faltaron algunas chapucillas para sacarse unos billetitos extras, Manolito, después de pasar el trago con el futuro suegro (que le dejó un comecome amargo desde entonces y que no presagiaba nada bueno), se entrampó en un terrenito (casa, huertecillo, gallinero, taller…) y empezó a construir su nidito de amor con oficio e ilusión. Pero este idílico panorama se empezó a ir a la porra cuando la Pruden, que así se llamaba la doncella, que nunca se había visto en otra igual y que, a más de deslucida y seca, tenía unos delirios de grandeza impropios de semejante lerda, se empicó a ir más de la cuenta a la parcela, a enredar más de lo que la sensatez aconseja con los planos de la casa, y al final, es que se veía venir, “se lió la de Dios es Cristo”:

-Que si la escalera la quiero de mármol rosa con arabescos grises y mamperlán de roble; que si el baño me lo pones de esos azulejos chiquininos y de colores; que si la cocina, rústica y funcional a un tiempo; que si las ventanas de peuvecé color crepúsculo; que si el porche así; que si el dormitorio asao….

Manolito ya no sabía qué hacer con semejante grano en el culo, con perdón.
Pero como era de natural pacífico y, todo hay que decirlo, cobardón (y que no se le olvidaba la mirada del ogro mientras afilaba el hocino), fue aguantando y aguantando como pudo hasta que, como marmita a presión sin escape, como odre de vinazo fermentado de mala manera, como globo de feria hinchao de más, reventó. Como se suele decir, se le fue la olla, perdió la chaveta, se ofuscó sobremanera.

Una tarde en que Manolito estaba tan feliz a lo suyo -haciendo la mezcla, levantando tabiques, tirando de pico o de llana, echándose unos fandanguillos mu aparentes mientras ajustaba puertas y ventanas…-, apareció la peste vestida de mujer a darle otra vez la tabarra, la murga, el coñazo:
-Que si vaya una paré de mierda; que si este suelo no está a nivel; que si esa puerta no encaja bien; que si el armario empotrao me lo tiras y me lo haces otra vez un poquino más p´al rincón; que si esto; que si aquello; que si lo de más allá…

Aquello no había cristiano que lo soportara. Y pasó, pues lo que tenía que pasar: en descargo de Manolito hay que decir que era verano, y el verano aquí, que queréis que os diga, es mu cabrón: cuarenta grados un día tras otro, venga a dar vueltas en la cama por las noches sin pegar ojo, la boca seca como zapatilla de esparto, y (esto es definitivo, un atenuante de peso) un viento solano, y zumbador, y cansino que cuece los sesos y nubla el entendimiento. 
Totalmente fuera de sí, tiró la paleta a hacer gárgaras y agarró a la Pruden por el cuello con una de sus manazas callosas mientras con la otra le hizo tragarse los planos de la casa en cachitos, pieza a pieza, habitación por habitación:
-Toma cocina funcional, toma baño de gresite, toma escalera con mamperlán de roble, toma chimenea de pizarra, toma ojo de buey, toma mármol veteao… -le decía, ido por completo, mientras le embutía en la boca las distintas estancias del nidito.

A la Pruden, cuando pudo zafarse del energúmeno, con un sofoco de no te menees, un susto que la tuvo sin mear una semana, llorando como una magdalena y dando unos alaridos que nada tenían que ver con la etimología de su nombre, le faltó tiempo para ir a chivárselo, en demanda de cruel e inmediata venganza, al paterno bloque de granito. Que no lo sería tanto (con razón dicen que las apariencias engañan) porque, al recibir la noticia del agravio, al Cipri le pegó una congestión de caballo que le hizo desplomarse de golpe y dar con sus huesos en el suelo cuan largo era. Se pegó una costalá que temblaron los tabiques. Y ya no hubo manera de levantarlo.

-Locura transitoria justificada -dictaminó el juez-. Asunto sobreseído.

Pero lo cierto es que Manolito, que en el fondo la quería y la añoraba -que estaba enchochao, vamos, ya hemos dicho de su simpleza y apocamiento- no volvió a ser el mismo después del infortunado suceso.

Y es que las desgracias, ya lo dice el dicho, nunca vienen solas.

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