Yo me considero, en general, un hombre afortunado. Durante los años que han ido componiendo mi vida, he tenido la gran fortuna de gozar del privilegio de ese sentimiento abstracto, casi inexplicable, que hemos dado en llamar amistad.
Y lo he hecho con gentes, con personas, de muy diferentes estratos y procedencias sociales.
Decía Rilke que "la infancia es la patria del hombre", aserto con el cual yo estoy absolutamente de acuerdo -¿cómo llevarle la contraria al maestro Rilke?-.
Casi desde aquella infancia mía conozco al autor de este magnífico texto, memoria viva de mi barrio de entonces, presencia eterna en mis afectos desde entonces.
Bartolo, Toli, "el Calvo", para entendernos, es una de esas personas por las que uno, como decía Violeta Parra, aquella chilena que tenía un ángel en la voz, da "gracias a la vida". De su amistad, de su amparo, de su cobijo y abrazo, uno ha extraído lecciones de las que no puede olvidarse, de las que no quiere olvidarse.
Prueba de lo que digo es el siguiente texto, que habla de años justo antes y después de que yo naciera y creciera en aquel barrio.
Gracias, "Calvo".
Prueba de lo que digo es el siguiente texto, que habla de años justo antes y después de que yo naciera y creciera en aquel barrio.
Gracias, "Calvo".
Abrazos de "Peregil".
En la calle Eloy Sánchez, frente a la casa de Pedro Soriano, se levantaba un barracón de madera que anteriormente debió cumplir alguna función municipal, y que ahora hacía las veces de colegio. En medio de un barrizal “que ni las palomas se atrevían a cruzar”, se erguían los escasos tres metros de edificio que a veces se confundían con el paisaje. Tablas que sin lugar a dudas no vivieron más que la primera mano de pintura, se ofrecían a quien se acercaba como descarnado resultado de la escasez y el abandono.
En la posición que debía ser “Nor-Este”, según supe después cuando con los brazos en cruz aprendía los “puntos cardinales”, había una pequeña puerta que nunca conoció cerradura; tan solo los días de frío intenso, que no eran pocos, se atrancaba procurando ser barrera entre la “salamandra de almendrilla” y el viento helado que llegaba de esa dirección polar, que ni con esas permitía despojarnos del abrigo y la bufanda. Por eso sé que aquel día del otoño de 1956 debió ser de climatología benévola, porque aquella puerta permanecía abierta de par en par como llamada al curioso; por eso yo asomé la cabeza por ella cuando, con cuatro años, buscaba a un pato que se había escapado del corral, y por eso la enjuta figura del maestro me hizo objetivo prioritario de atención e interrumpió la clase para ofrecerme la entrada. Algo me impidió decir que no y allí me encontré en uno de los últimos pupitres, lo suficientemente alejado de la entrada para intentar la huida, por lo que durante lo que a mí me pareció una eternidad y a mi madre un suspiro -ya que no llegó ni a echarme en falta-, escuché con atención la voz del hombre “seco” que no gritaba para hacerse escuchar. Y aunque en ningún momento supe de qué hablaba, algo importante diría para encandilar a tan dispar auditorio. Por eso cuando tuve valor para decir en voz alta que me tenía que marchar, que estaba buscando un pato, y él, entre las carcajadas que soltaron el resto de los muchachos, me dijo que “mañana” me quería ver de nuevo, le dije a mi madre que quería ir al colegio. Supongo que a ella le pareció una bendición por quitarme de en medio, y por eso me llevó de la mano día siguiente. Y lo que para ella fue un alivio, para mí fue el comienzo de una aventura, porque aquel hombre “seco”, que después supe que también era joven, mientras enseñaba los “puntos cardinales” y “las estaciones del año”, sembraba de curiosidad mi cabeza con espigas, fábricas y peces que emergían de los mares que delimitaban el mapa que él señalaba con un puntero.
Aquel hombre “seco” de 20 años al que llamábamos “don Pedro”, de apellido Borregón, años después se convertía en el primer director de la “Escuela Profesional 1º de Mayo”, la “Forja de hombres” que diseñara el Padre Llanos para dar continuidad a aquellos pocos “hombres” de doce años que habíamos logrado eludir el envite laboral por insistir en los conocimientos. Aquellos niños que durante ocho años habíamos aprendido en la escuela “Santa María del Pozo” la importancia de un árbol o la necesidad de la higiene -ya que ni lo uno ni lo otro existían cuando ellos aterrizaron en el “Pozo del Tío Raimundo”-, supimos por “consignas” diarias de la identidad de otros pueblos cuya enseña era izada cada día junto a la de España y la de Europa, sonando su himno en reconocimiento: Qatar, Bután, Mongolia y la República Malgache, se convirtieron en algo más que una bandera bajo los planisferios del Atlas de Aguilar “Universal y de España”, y cobraron tanta importancia como los pescadores de Combarro o El Grove que durante las vacaciones de verano nos mostraban las artes de la pesca ante una “taciña” de ribeiro.
Con la “Escuela” llegaron también otros maestros, y mientras Llanos traía al barrio la luz y la televisión como vehículo de diversión y conocimientos, el más tolerante “Jefe de disciplina”, Ramón Montesinos, velaba para que ninguno de nosotros perdiera los “80 puntos” que obligaban a la expulsión, canjeando las pérdidas con algún “trabajo” extra que permitiera la “reinserción”, y así ayudar a que Máximo descubriera nuestras habilidades con las herramientas en la clase de “Taller”, o que el Capitán Javier Calderón, el que con el tiempo fuera prestigioso Teniente General de Estado Mayor, nos mostrara el apasionante mundo del deporte y nos surtiera de extraños balones para la práctica de algo que no era fútbol.
Con ellos llegó también “don Francisco” antes de que fuera el entrañable “Paco Monagos”. Al que se le adjudicó una asignatura que nunca figuró en manual lectivo alguno: “Formación social”, y que en su primera clase ya quedó claro que iba para maestro eterno. No creo que me engañen los recuerdos si digo que fue a primera hora de una tarde gris de otoño de 1964, en la que sobre los pupitres intentábamos acomodar la pereza vespertina, cuando junto a don Ramón entró un hombre más bien bajito a quien presentó como “don Francisco”, que sólo dijo “hola” con una sonrisa que sonaba a Andalucía; y aunque supongo que algo más diría para justificar su presencia, tan solo recuerdo que abrió el libro pequeño que le acompañaba y leyó con una voz que no dejaba margen a la indiferencia: “Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría que es de algodón, que no lleva huesos…”. Desde entonces, no concibo a Juan Ramón Jiménez sin la voz de “don Francisco”.
En la calle Eloy Sánchez, frente a la casa de Pedro Soriano, se levantaba un barracón de madera que anteriormente debió cumplir alguna función municipal, y que ahora hacía las veces de colegio. En medio de un barrizal “que ni las palomas se atrevían a cruzar”, se erguían los escasos tres metros de edificio que a veces se confundían con el paisaje. Tablas que sin lugar a dudas no vivieron más que la primera mano de pintura, se ofrecían a quien se acercaba como descarnado resultado de la escasez y el abandono.
En la posición que debía ser “Nor-Este”, según supe después cuando con los brazos en cruz aprendía los “puntos cardinales”, había una pequeña puerta que nunca conoció cerradura; tan solo los días de frío intenso, que no eran pocos, se atrancaba procurando ser barrera entre la “salamandra de almendrilla” y el viento helado que llegaba de esa dirección polar, que ni con esas permitía despojarnos del abrigo y la bufanda. Por eso sé que aquel día del otoño de 1956 debió ser de climatología benévola, porque aquella puerta permanecía abierta de par en par como llamada al curioso; por eso yo asomé la cabeza por ella cuando, con cuatro años, buscaba a un pato que se había escapado del corral, y por eso la enjuta figura del maestro me hizo objetivo prioritario de atención e interrumpió la clase para ofrecerme la entrada. Algo me impidió decir que no y allí me encontré en uno de los últimos pupitres, lo suficientemente alejado de la entrada para intentar la huida, por lo que durante lo que a mí me pareció una eternidad y a mi madre un suspiro -ya que no llegó ni a echarme en falta-, escuché con atención la voz del hombre “seco” que no gritaba para hacerse escuchar. Y aunque en ningún momento supe de qué hablaba, algo importante diría para encandilar a tan dispar auditorio. Por eso cuando tuve valor para decir en voz alta que me tenía que marchar, que estaba buscando un pato, y él, entre las carcajadas que soltaron el resto de los muchachos, me dijo que “mañana” me quería ver de nuevo, le dije a mi madre que quería ir al colegio. Supongo que a ella le pareció una bendición por quitarme de en medio, y por eso me llevó de la mano día siguiente. Y lo que para ella fue un alivio, para mí fue el comienzo de una aventura, porque aquel hombre “seco”, que después supe que también era joven, mientras enseñaba los “puntos cardinales” y “las estaciones del año”, sembraba de curiosidad mi cabeza con espigas, fábricas y peces que emergían de los mares que delimitaban el mapa que él señalaba con un puntero.
Aquel hombre “seco” de 20 años al que llamábamos “don Pedro”, de apellido Borregón, años después se convertía en el primer director de la “Escuela Profesional 1º de Mayo”, la “Forja de hombres” que diseñara el Padre Llanos para dar continuidad a aquellos pocos “hombres” de doce años que habíamos logrado eludir el envite laboral por insistir en los conocimientos. Aquellos niños que durante ocho años habíamos aprendido en la escuela “Santa María del Pozo” la importancia de un árbol o la necesidad de la higiene -ya que ni lo uno ni lo otro existían cuando ellos aterrizaron en el “Pozo del Tío Raimundo”-, supimos por “consignas” diarias de la identidad de otros pueblos cuya enseña era izada cada día junto a la de España y la de Europa, sonando su himno en reconocimiento: Qatar, Bután, Mongolia y la República Malgache, se convirtieron en algo más que una bandera bajo los planisferios del Atlas de Aguilar “Universal y de España”, y cobraron tanta importancia como los pescadores de Combarro o El Grove que durante las vacaciones de verano nos mostraban las artes de la pesca ante una “taciña” de ribeiro.
Con la “Escuela” llegaron también otros maestros, y mientras Llanos traía al barrio la luz y la televisión como vehículo de diversión y conocimientos, el más tolerante “Jefe de disciplina”, Ramón Montesinos, velaba para que ninguno de nosotros perdiera los “80 puntos” que obligaban a la expulsión, canjeando las pérdidas con algún “trabajo” extra que permitiera la “reinserción”, y así ayudar a que Máximo descubriera nuestras habilidades con las herramientas en la clase de “Taller”, o que el Capitán Javier Calderón, el que con el tiempo fuera prestigioso Teniente General de Estado Mayor, nos mostrara el apasionante mundo del deporte y nos surtiera de extraños balones para la práctica de algo que no era fútbol.
Con ellos llegó también “don Francisco” antes de que fuera el entrañable “Paco Monagos”. Al que se le adjudicó una asignatura que nunca figuró en manual lectivo alguno: “Formación social”, y que en su primera clase ya quedó claro que iba para maestro eterno. No creo que me engañen los recuerdos si digo que fue a primera hora de una tarde gris de otoño de 1964, en la que sobre los pupitres intentábamos acomodar la pereza vespertina, cuando junto a don Ramón entró un hombre más bien bajito a quien presentó como “don Francisco”, que sólo dijo “hola” con una sonrisa que sonaba a Andalucía; y aunque supongo que algo más diría para justificar su presencia, tan solo recuerdo que abrió el libro pequeño que le acompañaba y leyó con una voz que no dejaba margen a la indiferencia: “Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría que es de algodón, que no lleva huesos…”. Desde entonces, no concibo a Juan Ramón Jiménez sin la voz de “don Francisco”.
Hoy, muchos años después, cuando tanto han cambiado las cosas que se duda de la paternidad de los recuerdos, cae en mis manos una foto de “don Pedro” sentado contra una pared de madera en alguna anónima aldea camino de Santiago de Compostela; extenuado sin duda por la fatiga, intenta reparar el agotamiento con el sueño. Apoyado sobre él, Pepe Delgado, “Josefino”. Al que, como al agente secreto “Anacleto”, le cuelga de los labios la colilla que seguro terminó quemando la camisa. Abandonado a su lado, un palo del que cuelga una concha y unos cintajos al viento indicando la procedencia de aquellos niños “poceros” a quienes sorprendió el sabor del mar y la luz de la ría de Vigo durante un verano gallego que más parecía un invierno castellano.
Esta foto que remueve la nostalgia, me trae a la cabeza y al ánimo a mis “maestros” y al “cura”, mezclados con olor a jazmines y a pimiento frito, los aromas de mi barrio antes de perder su personalidad chabolista y algunas otras cosas fruto de la buena vecindad.
A ellos quiero darles las gracias, en nombre de una generación parca en agradecimientos, por dejar sus “20 abriles” en este “pozo” querido para que otros pudiéramos salir de la ignorancia.
“Gracias por el fuego” que diría Benedetti, y por el amparo en aquellos momentos, cuando el mundo aún era tan simple.
Bartolomé Salas
Bartolomé Salas
Bartolomé Salas es autor de un volumen que a mí se me antoja imprescindible para quien quiera conocer el papel de los actores secundarios en la historia del cine español: El cine español: algo más que secundarios (más allá de la ficción)
La primera imagen que ilustra este artículo es de la primera escuela que hubo en "El Pozo".
Cortesía también, cómo no, del autor del mismo.
Cortesía también, cómo no, del autor del mismo.
La segunda es un fotograma de la película documental "Flores de luna" , que cuenta la historia del barrio.
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