martes, 2 de marzo de 2010

Corte de pelo (2) La maquinilla de Benito

Para Chema Cumbreño, que gustó mucho
de la anterior visita a la barbería.


El peluquero de mi barrio, no me acuerdo bien, creo que se llamaba Benito. Bueno, dejémoslo así, qué más da. El caso es que no puede decirse que el tío fuera lo que ahora se denomina pomposamente un estilista (yo creo que aprendió el oficio o pelando reclutas a granel en la “mili” o esquilando ovejas en el pueblo porque el resultado era siempre idéntico para toda la clientela) pero, dejando aparte su maña y sapiencia demostradas con creces en el asunto collejas y pescozones, doloroso peaje que pagábamos en su negocio todos los infantes de los contornos y ya tratado anteriormente, cumplía su cometido profesional a la entera satisfacción de nuestros progenitores, no demasiado amigos, por otra parte, de cambios estéticos y poco funcionales en nuestras ya de por sí escasas pelambreras.
Era vox populi entre la tropa de mocosos la sospecha de que tenía que existir un pacto secreto, casi de sangre, entre él y nuestras madres para que no hiciera ni puñetero caso si por un aquel, y en un inaudito rapto de osadía, cuando no de ocasional locura, alguno de nosotros osara sugerir exóticas novedades en lo que al rapado se refería:
-Señor Benito -musitaba el infeliz de turno con la voz acongojada y torpe, tieso como un palo y la vista fija en el suelo (postura conocida como "la farola"), intentando un imposible-: me deje usté el flequillo un poco más largo que la otra vez, que me molesta la luz en los ojos.

Ni se dignaba en contestar mientras te ataba el babero en el cuello casi a punto de la asfixia. Con una de sus manazas abierta en todo lo alto de la cocorota te atenazaba en el sillón -era tal la presión que ejercía que el culo no se nos movía ni un milímetro del asiento durante todo el proceso-, mientras con la otra agarraba la maquinilla y la accionaba rápidamente tres o cuatro veces al lado de la oreja que le pillara más cerca. Aquel chasquido metálico y amenazador tenía la extraña virtud de hacernos comprender a la primera y sin asomo de duda que no había escapatoria que valiera, y también, al mismo tiempo, la de ponernos los pelos de punta, lo que, quieras que no, le facilitaba la labor. Aquel tío no parecería muy espabilado a simple vista pero siempre me he maliciado que sabía perfectamente lo que se hacía.
La maquinilla, de manera invariable, hacía el viaje dos veces en sentido contrario: uno, del flequillo a la nuca; el otro, de la nuca al flequillo. Sin olvidarnos de los flancos, claro. Tras las dos pasadas de rigor, esto no estaba sujeto a discusión, depositaba el artilugio del desbroce en su balda de cristal, pasaba la navaja, otro terror añadido, para igualar las patillas y el cogote, y agarraba el peine y la tijera para rematar algún remolino más rebelde de la cuenta: chas, chas, chas, chas... Rematado el asunto a su entera satisfacción, te pulverizaba un poco de agua en los pocos pelos que se habían salvado de la quema, te daba un peinón de cualquier manera (por cumplir, más que nada, porque con aquel rapado canallesco a ver qué coño iba a peinar), te espantaba los pelillos de la cara con un cepillo del año catapúm, zarrapastroso y deforme, te espolvoreaba y rociaba con algo de talco y colonia barata (poco de ambos productos, no nos fuéramos a amariconar si acaso se excedía en las raciones) y te quitaba el babero asfixiante mientras soltaba las palabras mágicas que abrían las puertas del calabozo:

-Hala, chaval, ya vas apañao-. Dile a la Reme que te cobre.
-Venga, ahora tú -decía de seguido señalando al siguiente de la cola, visiblemente satisfecho del crimen.
Y el próximo cliente, visto lo visto, se ahorraba saliva en sugerencias.

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