En el barrio todo el mundo sospechaba que Benito guardaba algún oscuro e intrincado secreto. Un par de veces al año desaparecía como por ensalmo del negocio durante algunos días y, a pesar de las insistentes pesquisas vecinales, no había manera de saber su paradero, adónde coño habría ido, qué puñetas andaría haciendo el barbero por ahí, qué oscuros propósitos estarían detrás de sus ausencias. Nunca se le veía marcharse ni regresar. Un misterio que, vista la dificultad de la resolución a pesar de las múltiples intentonas para encontrar la respuesta, que en mi barrio siempre hemos sido muy curiosos, a algunos los traía a mal traer. Había, claro está, todo un arsenal de hipótesis, teorías y suposiciones para tratar de desvelar el intríngulis del asunto: desde las más beatas y meapilas ("Será alguna promesa"), hasta las más concupiscentes, y dañinas, y malpensadas ("Estará de putas por provincias"), pasando por algunas de esas medio pelo ("Habrá ido al médico, que últimamente no tenía buena cara"). O, tirando ya por la tremenda, "Se le habrá muerto algún pariente". Vale, pudiera ser, a todo el mundo se le muere un pariente de vez en cuando, es ley de vida, pero ¿siempre tres o cuatro veces al año? Aquello olía a chamusquina de la buena, a mí que no me digan.
Su mujer, la señora Reme, a la que una vez sorprendimos pasándose la navaja por el bigote con una soltura que denotaba costumbre, si algo sabía era una tumba, no soltaba prenda ni muerta. Por eso, el día en que Benito regresaba a su negocio con una especie de sonrisilla de satisfacción adornándole el rostro (adusto, y aun agrio, de común), la clientela necesitada de arreglo capilar, y hasta la que no, crecía de manera alarmante, ávida de noticias:
-Y... ¿qué tal, Benito, cómo ha ido la cosa? -soltaban el anzuelo los habituales aparentando indiferencia mientras se reconcomían por dentro, muertos de curiosidad.
-Bien -contestaba lacónico el peluca esquivando la carnaza.
-¿Y por dónde has estao todo este tiempo? -insistían los detectives con el interrogatorio.
-Por ahí -respondía el Benito, inconcreto y áspero-; de vacaciones.
Había que ver la cara de pasmarotes que se les ponía a los fisgones al escuchar la palabreja. Porque, que se supiera, en mi barrio la gente no se iba de vacaciones. Por decir algo que se le pareciera, el personal se largaba unos días al pueblo a echar una mano en la siega o la matanza, a pisar la uva o escardar cebollinos, a levantar alguna tapia o sanear el establo del abuelo... O sea, a seguir trabajando. Y de gratis. Como mucho, comida, cama y algo de chacina en especie para la vuelta pero sin ver un duro ni en pintura. Pero vacaciones… Amos, anda, a otro perro con ese hueso.
-Ya, ya -replicaba algún osado con incrédulo retintín-; ¿conque de vacaciones, eh?
-Pues tú sabrás, listo, que eres un listo -soltaba Benito cortando la malévola indagación en seco.
Durante esos días en que el maestro se esfumaba como por arte de magia, se quedaba al cargo de tijeras, brochas, navajas y bacías el Eusebio, un mancebo que estaba todavía como a medio hacer; quiero decir, que era un zangolotino de escasas luces y aun menos pocas dotes al que, cuando la cosa apretaba, Benito mandaba llamar para que le echara una mano con la faena y se fuera espabilando en el oficio practicando con los mocosos. Con nosotros, vamos, que éramos de poco protestar, no nos fuera a caer otro sopapo traicionero en el cogote por abrir la boca a destiempo.
El Eusebio era para verlo: flaco como un fideo, la faz invadida de granos purulentos, escaso y desparejo de dientes, hosco de voz y trato… Benito a su lado era el rey del mambo, la alegría de la huerta, el Gene Kelly cantando bajo la lluvia.
En esa temporada de “vacaciones” del maestro (¡¿pero dónde cojones se metería?!) los activos del negocio cotizaban a la baja. Natural: el aprendiz se pasaba el día mano sobre mano, silbando y chistando a los canarios que se acurrucaban achantados al fondo de la jaula cuando veían acercarse aquella boca abierta y amenazadora como cueva tenebrosa, bebiendo del botijo, mordiéndose las uñas, hurgándose la napia con saña o barriscando el local con desgana...
También visitaba con más frecuencia de la aconsejable (a menos, claro, que padeciese de incontinencia urinaria o diarrea crónica, lo que ni nos constaba ni parecía ser el caso) el rincón que servía al tiempo de excusado y escobero y de donde salía acalorado y nervioso, la mirada como ida y rascándose los granos de la cara con fruición insana, igual que perrillo tiñoso espantándose las pulgas.
-Eusebio, hombre -le decíamos cuando lo veíamos aparecer así, encelado y bermejo-, déjalo ya, no le des más al manubrio que te vas a quedar ciego, que nos lo tiene dicho el cura.
Él, claro, emperrado en lo suyo, no nos hacía ni puto caso: la naturaleza, con su irresistible llamada carnal, con su tam tam concupiscente y cansino, con sus lascivas tentaciones, lo tenía bien agarrado. Por los huevos, nunca mejor dicho.
Poco sospechábamos que en breve también nosotros seríamos llamados por ese comecome y que de nada nos valdría hacernos los sordos: cuando ese teléfono sonaba había que descolgarlo sí o sí.
En cuanto a pelar, lo que se dice pelar, pelaba más bien poco: algún que otro desdichado con mala suerte llevado casi a rastras por su madre para sanear casi hasta la raíz la mata insurrecta de pelo, escondite y morada de piojos. Así que lo de tirar de brocha, jabón y navajilla para rasurar al completo o retocar con un mínimo de arte alguna barba, bigote o patilla ni se le pasaba por las mientes.
Mientras el aprendiz preparaba los bártulos para la faena bien podía suceder una de estas dos cosas, a saber: que el desventurado infante al que le hubiese tocado la china de pasar aquel calvario pataleara y se defendiera como un poseso, llorando cobardemente a moco tendido hasta ser maternalmente reducido a base de pescozones y amenazas, o que se quedara paralizado de terror, rígido como losa de mármol, como plancha de acero, como tapia de hormigón, como res bobalicona después de recibir la descarga en el matadero, al tiempo que caía, sumiso y fofo, en las garras del torpe mancebo.
Aquella pobre víctima, que los demás mirábamos con tristeza y conmiseración a través del cristal de la puerta mientras se llevaba a cabo el delito (nos imaginábamos en la misma situación y nos entraban unos temblores que para qué), movía a la piedad. Pero nos duraba un suspiro tan noble sentimiento: apenas el tiempo justo de su estancia en el local y la tortura consiguiente bajo las escasas artes del fideo con granos. En cuanto el mártir salía por la puerta palpándose tristón y resignado las mataduras, nos echábamos en tromba sobre él al grito de “el que se pela, se estrena”, mientras le sacudíamos a modo una ristra de guantazos y sopapos en el pescuezo expedito e indefenso. Un rito, medio bárbaro, medio festivo, del que ninguno escapábamos y que todos soportábamos mal que bien sabiendo que más temprano que tarde, y para nuestra desgracia, también nos tocaría a nosotros.
Trasquilones, pellizcos, cortes, escoceduras… El que entraba a la fuerza en el establecimiento, porque voluntario ni pensarlo, y caía en sus manos calamitosas, salía de allí hecho un cristo. Como os lo cuento.
Eso, los chavales, que no teníamos más remedio que tragar (a la fuerza ahorcan) con la, llamémosla así, amarga medicina. Porque los hombres ni se arrimaban por el local: pasaban del Eusebio igual que del aceite de ricino. Se aguantaban la barba y las greñas como jabatos el tiempo que hiciera falta esperando al maestro, a quien, durante una semana más o menos después del regreso, y mientras no le calentaran la cabeza o le tocaran los cataplines con preguntitas y puñetas sobre la ausencia, se le veía especialmente jovial, vaya usted a saber por qué.
Y eso, el no saber a cuento de qué del contento del Benito, los carcomía.
En cuanto a pelar, lo que se dice pelar, pelaba más bien poco: algún que otro desdichado con mala suerte llevado casi a rastras por su madre para sanear casi hasta la raíz la mata insurrecta de pelo, escondite y morada de piojos. Así que lo de tirar de brocha, jabón y navajilla para rasurar al completo o retocar con un mínimo de arte alguna barba, bigote o patilla ni se le pasaba por las mientes.
Mientras el aprendiz preparaba los bártulos para la faena bien podía suceder una de estas dos cosas, a saber: que el desventurado infante al que le hubiese tocado la china de pasar aquel calvario pataleara y se defendiera como un poseso, llorando cobardemente a moco tendido hasta ser maternalmente reducido a base de pescozones y amenazas, o que se quedara paralizado de terror, rígido como losa de mármol, como plancha de acero, como tapia de hormigón, como res bobalicona después de recibir la descarga en el matadero, al tiempo que caía, sumiso y fofo, en las garras del torpe mancebo.
Aquella pobre víctima, que los demás mirábamos con tristeza y conmiseración a través del cristal de la puerta mientras se llevaba a cabo el delito (nos imaginábamos en la misma situación y nos entraban unos temblores que para qué), movía a la piedad. Pero nos duraba un suspiro tan noble sentimiento: apenas el tiempo justo de su estancia en el local y la tortura consiguiente bajo las escasas artes del fideo con granos. En cuanto el mártir salía por la puerta palpándose tristón y resignado las mataduras, nos echábamos en tromba sobre él al grito de “el que se pela, se estrena”, mientras le sacudíamos a modo una ristra de guantazos y sopapos en el pescuezo expedito e indefenso. Un rito, medio bárbaro, medio festivo, del que ninguno escapábamos y que todos soportábamos mal que bien sabiendo que más temprano que tarde, y para nuestra desgracia, también nos tocaría a nosotros.
Trasquilones, pellizcos, cortes, escoceduras… El que entraba a la fuerza en el establecimiento, porque voluntario ni pensarlo, y caía en sus manos calamitosas, salía de allí hecho un cristo. Como os lo cuento.
Eso, los chavales, que no teníamos más remedio que tragar (a la fuerza ahorcan) con la, llamémosla así, amarga medicina. Porque los hombres ni se arrimaban por el local: pasaban del Eusebio igual que del aceite de ricino. Se aguantaban la barba y las greñas como jabatos el tiempo que hiciera falta esperando al maestro, a quien, durante una semana más o menos después del regreso, y mientras no le calentaran la cabeza o le tocaran los cataplines con preguntitas y puñetas sobre la ausencia, se le veía especialmente jovial, vaya usted a saber por qué.
Y eso, el no saber a cuento de qué del contento del Benito, los carcomía.
¿Ande andaría...? Muy bueno. Un placer estos daguerrotipos de corte costumbrista.
ResponderEliminarUn abrazo
Yo creo que al final acabaremos enterándonos de sus andanzas. Y sospecho que no va ser muy agradable la revelación.¡A ver quién se ha creído que es! Vamos, hombre.
ResponderEliminarAbrazo.
Espléndido, Elías... Abrazo, J12
ResponderEliminarGracias, Jordi. Viniendo de ti, a quien tengo en tan alta estima, ese adjetivo multiplica su efecto en mi alegría.
ResponderEliminarAbrazo.