La mejor colleja de mi vida me la propinó el peluquero de mi barrio una tarde de verano bajo la mirada aprobatoria de mi madre y el trinar de los canarios (que eran su más ferviente pasión, y de los aquel artesano de la tijera, el peine y la navaja tenía un montón, y de todos los colores posibles en estos pajarillos cantores, en jaulas colgadas de la pared que enseñaba con orgullo), para que me estuviese quieto de una puñetera vez. Sin osar abrir la boca ni chistar lo más mínimo ante el inesperado y felón ultraje, aún recuerdo no haber dado abasto a tragar las lágrimas que acudieron en incontenible tropel a mis ojos atónitos. Mano de santo, oiga; aquella colleja, que aún siento percutir en los confines del pescuezo, le ha venido sirviendo a todos los barberos que desde entonces me han cortado el pelo (y ya ha llovido), y que ahora alaban, untuosos y solícitos los más de ellos, mis suaves y tranquilas maneras en el sillón:
-Se está usted muy quieto -me dicen, intentando pegar la hebra y un tanto sorpendidos por mi tenaz mutismo.
-Por si acaso -pienso yo sin abrir la boca, mudo como un picaporte.
Que quien no habla tarda más en pecar y en boca cerrada, ya se sabe, no entran moscas.
Pues sí, hay collejas que son el comienzo de un brillante curriculúm; qué bien les hubiese venido a algunos que yo me sé.
ResponderEliminarUn abrazo.
A mí, al menos para esto, me sirvió. A otros tal vez les hubiese venido bien para otras cosas. Se me ocurren un montón de nombres y motivos.
ResponderEliminarGracias por tus visitas, Mercedes.
Un abrazo.
Elías
Jejejeje
ResponderEliminarEste texto es magnífico, Elías.
ResponderEliminarGracias, Olga y Chema, por la sonrisa y el elogio.
ResponderEliminarYo también os quiero.