Encalmada la tarde, han abandonado su precario refugio entre los setos y han llegado, casi al unísono, a beber en los charcos que se forman en un rincón del patio después de la tormenta.
Maciza una, delicado el otro, con nerviosos movimientos bajan y suben sus cabezas atentos a su alrededor y alertas ante cualquier posible peligro, cada vez una gotita de agua asomando por el pico.
Si me fijo bien -los observo inmóvil, estatua de mí mismo, tras el ventanal del salón- puedo ver en sus ojillos fríos el miedo atávico, su terror infinito frente a una naturaleza que no comprenden y ante la que tiemblan desvalidos e indefensos. Igual que nos pasa a nosotros.
Se han saciado los dos, también al mismo tiempo.
Cuando suben las cabezas y me ven -han detectado ambos mi involuntario movimiento-, su otro miedo, el que nos tienen de antiguo, asoma a sus ojillos de repente.
Alzan el vuelo en direcciones contrarias.
Una tórtola.
Un verderón.
Mi abuelo me llamaba Gorrión, y una vez le pregunté por qué; ni te imaginas la hermosa respuesta.
ResponderEliminarHasta pronto.
Hermoso texto, lleno de ternura y dotes de observación de un momento mágico (o casi).
ResponderEliminarUn abrazo.