En la oficina de Correos, mientras espero mi turno. Los dos mostradores de atención al público abiertos en ese momento (a pesar de que hay cinco o seis disponibles, nunca suele haber más de dos funcionando al tiempo), están ocupados por sendas parejas de mujeres: una de gitanas viejas y parlanchinas, vestidas de luto, en uno de ellos; un par de monjas, viejas igualmente, pero silenciosas y con sus hábitos también negros, en el otro.
Las primeras, acaso desde hace poco, quién sabe.
Las segundas, se supone, por alguien que murió hace ya unos dos mil años.
Es curioso: contemplando las dos parejas me da por pensar que podrían intercambiar sus ropajes y la escena seguiría siendo la misma.
Sentada a mi lado, una señora o señorita -no sé, claro, no le pregunté, yo soy un caballero- de mediana edad con gafas (me fascinan, ignoro el motivo concreto, las mujeres con gafas), melena castaña, y un bonito sombrero de fieltro color lavanda a juego con la falda que asoma por debajo del abrigo, no me quita ojo mientras emborrono este apunte en mi libreta intentando discretamente leer lo que escribo.
Va justo delante de mí en el turno de espera.
Al ponernos de pie y sumarnos a la cola, me olvido por completo de las monjas, las gitanas y las notas, y ahora soy yo quien se recrea contemplando a la que hasta hace un momento era mi vecina de asiento: el preciso y coqueto corte de pelo, su silencio absorto, la impalpable y sutilísima fragancia de su más que atractiva espalda (otra fascinación mía, las espaldas femeninas).
Cuando salgo de efectuar mi envío -trámite que acelero en lo más posible-, las gafas, la melena, el sombrero, la falda, y, ay, la espalda y su propietaria han desaparecido. No así las gitanas y las monjas, que departen amigablemente en la puerta como si fueran comadres de toda la vida, y a las que tengo que esquivar porque entre las cuatro están casi taponando la salida.
No me atrevo a preguntarles si por casualidad se han fijado en la dirección que ha tomado la mujer que acaba de salir. Y menos todavía a describirles con un mínimo decoro y sin hacer patente mi fetichismo, la espalda fascinante y ya perdida en el tráfago ciudadano.
Que solo faltaba que me tomaran por un sátiro las unas o un malaje las otras.
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