Pasábamos muchas tardes de domingo en los billares. Recreativos Satur era la razón social de aquel desfogue pobretón y deportivo del fin de semana. Situados a una distancia prudencial del barrio y fuera de las rutas habituales de adultos conocidos, allí podíamos fumar tranquilos los Celtas, Bisonte, Mencey, Antillana..., birlados hábilmente a padres o hermanos mayores, sin temor a demasiados reproches o a ser sorprendidos in fraganti por familiares o vecinos chivatos. Con las desagradables secuelas físicas, léase zurra, que podía conllevar la traidora delación.
Como no teníamos un chavo, amén de fumando y tosiendo solíamos echar la tarde soltándoles guarrerías a las zagalas que pasaban por delante, comiendo pipas de girasol o calabaza, torraos o chochitos, avellanas o cacahuetes... cualquier cosa comestible menos palomitas: el maíz inflado nos parecía una mariconada, cosa de chicas, o sea, tabú para unos jabatos como nosotros (nos hubiéramos dejado matar antes de ser sorpendidos comiéndolas), y descojonándonos de la poca maña y la pinta ridícula de los que jugaban al ping-pong o al billar en pantalón corto y sandalias. Algunos llevaban chirucas hasta en verano, lo que aportaba un plus grotesco y suburbial, amén de otro motivo más de rechifla al deportivo espectáculo. Era barato y entretenido. Más o menos como el cine, aunque éste era más caro. Y donde además, manda cojones, muchas veces ni nos dejaban pasar. Según fuera la película. O el humor de la taquillera o el que cortaba las entradas, que cualquiera de ellos te podía echar para atrás y ponerte de patitas en la calle si le salía del mondongo y sin darte explicaciones.
De vez en cuando, algún alma caritativa y rumbosa, apiadándose de nuestra insolvencia y aburrimiento, nos regalaba unas partidas a las máquinas de pinball. El pinball también se llamaba flipper. Igualito que aquel delfín estomagante protagonista de una serie infame con niños repipis que ponían en la tele. O nos cedían, condescendientes y chulos como si nos estuvieran haciendo el favor de nuestra vida, unos minutos de billar en aquellos tapetes descoloridos, medio calvos y remendados donde las bolas daban saltitos imprevistos que variaban su dirección impidiendo la carambola cuando tropezaban en las chapuceras costuras de los múltiples sietes que punteaban, cual granos sebosos en faz de imberbe, cual guarras verrugas en culo de mono, cual repelentes puntos negros en cutis ebúrneo, las sufridas superficies del verde paño. Eso, claro, si la mesa ya no estaba coja de por sí o los tacos más retorcidos que pañuelo de viuda hipócrita en el entierro del legítimo pensando en la herencia a recibir.
Me gustaba mucho aquella tiza azul celeste que se aplicaba en la punta del palo, también llamado taco por los finolis. Más de una, y más de dos, escamoteé de aquellos billares librándolas de su aburrido destino, aunque luego, vaya por dios, se murieran de pena en algún rincón de mi casa. Por el tamaño forma y color, ya que no por el color, la tiza parecía un cubito de caldo concentrado para familia numerosa. Pero no, para caldo no valía, os los puedo asegurar, hice la prueba. Y con fideos de acompañamiento, nada de consomé mondo y lirondo. Nunca la hiciera: no queráis saber qué malos ratos pasé adorando de rodillas, como ante ídolo pagano y asqueroso, la taza del váter con la cabeza dentro arrojando viscosas bilis. O la de viajecitos que di noche va, noche viene, para descargar en ella zurrapa en estado líquido por cierta parte oculta de mi anatomía. Durante casi una semana fue mi altar de sacrificio a la fuerza, mi cruz a cuestas, mi amarga penitencia por la delirante fechoría. Las tripas todavía me están cobrando intereses por el estropicio. Tuve que deshacerme del cazo del delito para no intoxicar también al resto de la familia. Mi madre lo anduvo buscando unos días aunque, para mi alivio, tampoco le echó mucha cuenta ni anduvo indagando demasiado sobre su paradero. Pensaría que tampoco merecía tanto la pena; al fin y al cabo se lo había regalado su suegra, o sea mi abuela, y mucho cariño tampoco les tenía ni al cazo ni a la suegra. Menos mal. Porque si se llega a enterar del experimento, me tienen que llevar a urgencias seguro. Y no al de digestivo precisamente, sino más bien a traumatología.
Volviendo a los recreativos; tal y como habíamos visto hacer en las pelis, aplicábamos la tiza con esmero y paciencia en la puntita de tela del palo y soplábamos con chulería el polvillo sobrante confiando en que así las carambolas nos fueran más propicias y abundantes. Pero ni por esas: el que es torpe es torpe y no hay más que hablar. Ya le podías echar el teatro que te saliera de ahí o poner las posturitas más pintureras que no había tu tía: las putas bolas iban a su bola.
En aquel infame local también malvivían tres futbolines mugrientos en un rincón sobrellevando con cristiana resignación su ostensible decadencia por no decir ruina. Los tres con uno o varios jugadores faltos de cabeza o sin brazos, recuerdo y venganza de algún mal perdedor, muñecos indefensos e imperturbables en su rígida desgracia. Uno incluso había sido amputado de cintura para abajo, lo que a la postre venía a significar que si te tocaba su equipo jugabas con uno menos llevando todas las de perder. Como si le hubiesen sacado tarjeta roja. Y con semejante rémora en la línea de medios, el centro del campo, claro, era un coladero.
Los deportivos armatostes se "engalanaban" con ceniceros de aluminio de colores (rojo, morado, azul, marrón…) clavados en las esquinas como poco sutil mensaje para impedir su latrocinio. Una precaución, dicho sea de paso, completamente innecesaria porque con la costra asquerosa de nicotina que acumulaban encima desde vete a saber cuándo y siempre a rebosar de ceniza vieja y colillas aplastadas jamás se nos hubiera ocurrido mangar semejante inmundicia. Estábamos algo gilipollas, vale, pero no hasta tal punto. Aunque si nos vamos al episodio del caldo de tiza con fideos, no sé yo qué deciros.
El baranda del negocio, un tuerto mala leche siempre mal afeitado que llevaba una absurda gorra de plato como de acomodador de postín o portero de finca urbana acaso buscando infundir un respeto que nunca le tuvimos ni de lejos, en su pestilente tabuco, bajo cuerda y a salvo de indiscretas miradas (o eso creía él, menudo iluso), vendía y alquilaba condones y revistas guarras con unas sospechosas y blanquecinas manchas que servían de pegamento a las páginas, artículos ambos con alta demanda y prestigio entre la muchachada adolescente, maduros tempranos y viejos verdes, y harto difíciles de conseguir por entonces. También trapicheaba con auténtico tabaco americano (Lucky, Marlboro, Pall Mall, Camel…) en aquellas cajetillas tan bonitas, tan llamativas, tan exóticas. Para este asuntillo del fumeque made in U.S.A. tenía bastante clientela foránea, quiero decir de fuera del barrioy aún del distrito. Pero aquellos tipos paraban por allí lo justo, su visita a los recreativos era un visto y no visto: pillaban un par o tres de cartones, camuflaban la mercancía ilegal entre la ropa, le soltaban la pasta al tuerto y se largaban del barrio a toda leche mirando con desconfianza alrededor y sin tenerlas todas consigo hasta que cruzaban una imaginaria frontera tras la que creían sentirse a salvo.
El material se lo traía de extranjis al cojo un colega que había hecho la mili con él y que trabajaba de mecánico a sueldo de los yanquis en la base aérea de Torrejón. Para no dejar asunto ilícito sin tocar, aquellos fulanos traficaban (ellos decían "gestionar", eran unos adelantados de los eufemismos mercantiles) con piezas de coche de desguace, algo de ropa de segunda mano, pequeños electrodomésticos con taras, medicamentos fuera de fecha y libres de impuestos... Menudos prendas el de la gorra de plato y su cofrade de regimiento: habiendo pelas fáciles de por medio no le hacían ascos a nada. Eran unos billares un poco cochambrosos y cutres, ya se ve.
Mientras volvíamos a casa, cabizbajos y ya aburridos de siempre lo mismo, con la ilusión gastada inútilmente otro domingo más, masticábamos chicle o chupábamos un Saci de menta o un trozo de regaliz para disimular el pestazo de los cigarrillos y no cagarla en casa de mala manera a última hora.
Eran tardes más bien tristes. Pero era lo que había.
No sé por qué me acuerdo de ellas.
Como bien dices, era lo que había. Lo que no sabíamos entonces es que todo aquello iría a constituir con el tiempo el entramado con el que la memoria, pertrechada de claroscuros y palabras, vendría a batallar contra el olvido; una manera más, aunque en sí misma habite la derrota, de detener el tiempo.
ResponderEliminarSigo disfrutando de estas notas (guiño cómplice).
Un abrazo.
Gracias, Antonio.
ResponderEliminarSeguiremos intentando disfrutar los dos de este rincón memorioso, que diría Borges.
Abrazo.
Precioso, Elías, ese recuerdo de un lugar un poco triste y, sin embargo, lleno de infancia. Todo estaba por vivir entonces y seguramente tus ojos, en aquellos días, tenían otra mirada sobre lo que te rodeaba. Quizás sea el tiempo, el que lo desgasta todo...
ResponderEliminarUn abrazo y feliz año, amigo
Soy de otra cosecha, pero el texto funciona.
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