El ladrido de los perros establece caminos entre la niebla.
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Por mucho que los trates a cuerpo de rey, por más que los alimentes bien y les prodigues toda clase de cuidados y atenciones, en una rehala de podencos o mastines -cabe decir la gente con la que te relacionas de costumbre- siempre hay algún ejemplar (un macho viejo y resabiado, tal vez una hembra recién parida…) al que, sin que sepas por qué, ni haberle dado motivo, le caes fatal.
Y no tengas ninguna duda de que en cuanto se le presente la ocasión te lo hará notar con una buena tarascada, y hasta un mordisco en toda regla, por lo que te conviene averiguar cuanto antes cuál es el can desagradecido y tomar las medidas pertinentes con vistas a la evitación del daño.
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Muerto el perro, se acabó la rabia, decimos por costumbre, sin apreciar que en la frase misma que pronunciamos la rabia permanece.
Imagen: Julio Fuks
Tres verdades como puños, Elías, expresadas con la precisión y belleza que dibujan siempre tus palabras.
ResponderEliminarAbrazos.
Yo he aprendido mucho de aquel famoso Perrito de Pavlov, Elías. Aquel que se iba donde le daban el dulce, mientras que salía corriendo y procuraba no volver donde le daban palos o descargas eléctricas. El instinto, que muchas veces no falla...
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Qué bien visto lo de la permanencia de la raboa en la frase hecha.
ResponderEliminarJesús Alonso