Después de tres semanas de casi completo ayuno, con la tez más cadavérica que de costumbre de resultas del hambre, el conde Drácula andaba desesperado.
Habitualmente más tiernos y apetecibles los cuellos de fémina que los masculinos, y aunque prefería los de las primeras, ya no podía permitirse el lujo de andarse con remilgos aristocráticos: el primer gaznate que se pusiera a tiro esa noche sería su alimento.
De un tiempo a esta parte, sus festivos revoloteos nocturnos por la comarca en busca de sustento se habían revelado totalmente infructuosos: el toque de queda impuesto por las autoridades para combatir la oleada de crímenes recientes -en gran parte por culpa suya-, con la gente temerosa y encerrada a cal y canto en sus casas a partir de las cinco de la tarde, antes de la anochecida, le estaba pasando una dolorosa factura al negarle su ración cotidiana del rojo y nutritivo néctar.
Tras otra noche en blanco al acecho de sus cada vez más escasas víctimas, resignado ya a volver al ataúd en su castillo un poco más débil y macilento, unas fuertes pisadas que se escuchaban retumbando en el silencio y la quietud de la noche acercándose de prisa por el callejón en sombra, le hicieron concebir esperanzas de lograr al fin su ansiada pitanza.
Con la capa embozándole el rostro y todos los músculos en tensión por la emoción de la caza, con el estómago gruñéndole su urgencia y casi salivando de gusto por anticipado, el conde se emboscó en un zaguán y cuando el dueño de las pisadas llegó a su altura se lanzó de lleno y por sorpresa a la yugular de su desprevenida víctima.
En el silencio espeso de la noche se oyó un fuerte crujido y, al punto, un lamento desgarrador salió de la noble garganta atravesando de parte a parte la madrugada transilvana: se había partido un colmillo al morder con todas sus fuerzas en una de las tuercas del cuello de Frankestein.
Para aguantar una jornada más no le quedó otra que chupar de su propia sangre.
Aquel aciago suceso fue el inicio de su decadencia sin remedio.
Ya ves, Dios los cría y ellos se juntan.
ResponderEliminarAmena entrada, como siempre.
Hasta pronto.
Es la crisis...a todos nos toca..jaja hasta Drácula se autoabastece...eso por no pensar en otra clase de autoabastecimiento..
ResponderEliminarSaludos...buen relato
Estimado Elías: estaba por preguntarle a José María si te había hecho llegar el libro, pero leyendo tu blog no hace falta preguntar. Te agradezco mucho la entrada sobre "La casa...", fue una lástima que no pudieras llegar. Sólo una nota, una aclaración que se debe a una ambigüedad de la que soy culpable. La dedicatoria del libro es para los "dos" Ramones Mercaderes, el asesino, sí, pero tb. para el protagonista de la novela de Jorge Semprún.
ResponderEliminarUn abrazo,
Cristián