domingo, 10 de julio de 2011

Corte de pelo (5) "007"


Las ausencias, cada vez más frecuentes y prolongadas del Benito, fueron tomando en mi barrio, gracias al secretismo del que estaban rodeadas, cariz de asunto de estado.
En tabernas, colmaos, corrillos… los clandestinos y oscuros viajes del “peluca” eran el tema estrella, y casi único, de conversación.
¿¡Pero qué coño es eso de guardar secretos!? ¿¡Pero quién se ha creído que es el Benito este!? Hay que averiguar qué es lo que se trae entre manos, pero ya mismito -cacareaban casi a voz en grito en bares y tabernas, animados por el tintorro y el coñac de garrafón, los fanáticos de lo que no les importa, los indagadores puñeteros de lo ajeno, los metomentodos de pacotilla.

Las hipótesis alrededor del tema eran cada vez más delirantes: que si era un nazi fugado de la justicia internacional y camuflado por el régimen; que si un espía durmiente a la espera de órdenes en clave para actuar en favor de alguna potencia extranjera; que si un sacerdote excomulgado por abjurar de su fe, desencantado de la curia y sus secuaces con sotana; que si un "camisa vieja" caído en desgracia por su malsana afición a los impúberes y las apuestas ilegales...
Si hiciéramos caso a estas majaderías, la peluquería, y los canarios, no serían más que una hábil tapadera para vaya usted a saber qué siniestros, sombríos y aun ilícitos propósitos.
Pero el caso es que tú veías al Benito en la taberna del Sebas tomándose su copazo de "Fundador" o su chato de vino peleón o sus quintos de cerveza (que el tío trasegaba como un cosaco en campaña de invierno, sin hacer distingos), con aquella boina perenne encasquetada hasta las orejas, hurgándose con el palillo los restos de los altramuces o morcilla, el cigarrito "Ideales" pegado en la comisura, riendo algún chiste guarro o cantando las cuarenta con escándalo de nudillos, y de espía tenía más bien poco, qué quieres que te diga, no le pegaba. Que no era James Bond, vamos. Ni siquiera, y bajando un mucho el listón en la escala de los pomposamente denominados Servicios de Inteligencia, algún cantamañanas de los de la “la secreta”. Que de lo de secreta también habría mucho que hablar, porque aunque ellos se creían muy astutos y muy listos, se les veía venir a la legua.

La prueba más evidente de todo esto era la Reme, su partenaire en la película que nos habíamos montado entre todos. La Reme era la antítesis total de las chicas de toma pan y moja que salían en las pelis de “007”, ese tenorio estirado con licencia para matar “al servicio de Su Majestad”.
La Reme, digámoslo claro de una vez, era la vacuna más eficaz contra la lujuria y el desenfreno carnal. Ya hemos dicho que se afeitaba el bigote con navaja, que tiene mandanga la cosa; si a eso le sumamos su estatura ligeramente superior a una mesa camilla, una más que aparente joroba adornándole graciosamente la espalda por la parte de la diestra, y una cojera de regular para arriba, pues ya me dirás tú si no se te caen con todo el equipo semejantes hipótesis de elegancia, sensualidad y sofisticación británicas.
Si acaso, y por buscar algún remoto e improbable parecido, la Reme podía competir con esas chicas de las pelis en las tetas. Las tetas, sí; las tetas de la peluquera consorte, incluso con ese desplome ya aludido eran, para qué os voy a mentir, de película, de campeonato, de diploma olímpico por lo menos, que no había otras en el barrio ni parecidas.
La Reme, una tía de pelo en pecho (que parecía un legionario retirado con esa cara de vinagre que se gastaba), era de pocas palabras, ya se ha dado a entender. Poseía, sin embargo, un lenguaje de gestos propio, una comunicación no verbal exlusiva que más pronto que tarde, y por la cuenta que nos traía, era conveniente aprender a descifrar. Sabido es de antiguo la mano larga y la mala leche que se gastan los rengos, ya no entro en detalles si encima es mujer y contrahecha: como la vieras, en un alarde de glamour patrio, rascarse el moño con la aguja del ganchillo o pinzarse las sienes con pulgar y corazón ya podías echar a correr: y si se frotaba la nariz con el puño, repetida y mecánicamente, era factible deducir que el Benito no había cumplido esa noche como se debe con el rico ayuntamiento carnal y que el horno de la Reme no estaba para muchos bollos:
era echarle la vista encima y sorprenderla en alguno de estos tics, u otros similares e igual de fastidiosos, y los chaveas del barrio, sicólogos diplomados con sobresaliente y hasta matrícula de honor
en la terapia del guantazo y el sopapo, duchos en interpretar tan sutiles matices de la conducta femenina, nos quitábamos del medio a escape por lo que pudiera acontecer. Que no sería nada bueno, tenedlo por seguro, ya os lo digo yo.

Cuando me marché del barrio, hace ya más de tres décadas, el misterio seguía sin resolver: como la maldición de la tumba de Tutankamon, la exacta filiación de Jack el Destripador o el enigma del triángulo de las Bermudas, las cíclicas desapariciones del Benito no habían sido explicadas todavía de manera convincente para los paisanos. Y hasta donde se me alcanza, la incógnita sigue vivita y coleando, porque cuando he vuelto por allí y he preguntado por cómo acabó aquello a los pocos supervivientes que quedan de entonces y lo vivieron en primera persona, un silencio decepcionante y descorazonador ha sido la más rotunda de las respuestas.  

1 comentario:

  1. Por imaginar que no quede, pero que el Benito se ausentaba porque la Reme lo ataba corto, fijo.
    Buen relato, y qué personajes más perfilados.
    Hasta la próxima.

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