sábado, 23 de abril de 2011

Ángelus


A él le gustaba actuar de noche y hasta ahora había tenido suerte, con que lo soluciones hoy me doy por contento, decía siempre “El Viejo”. O sea, que hasta cierto punto era feliz con su trabajo, y sin embargo, hoy la orden era categórica:
-Tiene que ser a mediodía, órdenes del patrón, chico -dijo Gigi al tiempo que le daba la espalda para evitar cualquier posibilidad de protesta y encendía uno de esos puros tan repugnantes que acostumbraba a fumar.

Cuando se quedó solo empezó a sudar. No podía evitarlo. Si lo apremiaban se ponía nervioso, y si se ponía nervioso, comenzaba a sudar. Se enjugó con el pañuelo, cogió el sombrero, lo sacudió un par de veces con el dorso de la mano para quitarle un poco de polvo imaginario y salió lentamente por la misma puerta que el otro.

A pesar de ser noviembre, el día era bastante bueno, hacía una temperatura excelente y el tráfico no parecía ser excesivo ni agobiante como de costumbre, de modo que decidió ir caminando. Tenía tiempo de sobra y además no le apetecía conducir. No obstante, al pasar junto a su auto le propinó una patadita cariñosa al paragolpes, quitó tres o cuatro hojas secas del capó y le dedicó una mirada más larga y tierna que de costumbre. Probablemente, ese viejo “Ford” modelo Capri era el único amor que había tenido, pero mientras pensaba esto se le vino a la mente que no, que cuando tenía unos dieciocho hubo una pibita que lo trajo loco, cómo estaba la nena, dios mío, con aquellos labios carnosos y sensuales, senos pequeños y firmes y aquel par de muslos… El bocinazo lo sacó ipso facto de los muslos antiguos y le subió el pulso a cien, así que se internó por el parque para evitar nuevos sobresaltos. Miró el reloj y respiró aliviado. Eran apenas las diez treinta, o sea, que tenía noventa minutos aproximadamente para llegar al lugar y el apenas para realizar el trabajo.
Siempre le gustó la puntualidad, y mediodía eran para él las doce. Ni a.m. ni p. m. Las doce en punto. La hora del ángelus.

Se dejó ir lentamente, y para quitarse los nervios empezó a marcar el paso muy despacio, como si estuviese en un desfile a cámara lenta, pero se dio cuenta que no se calmaba, pues a cada rato tenía que sacar el pañuelo y secarse de nuevo. Lo intentó ahogando piedras en el lago artificial y mirando los árboles, estamos en otoño, se dijo, y se supone que los árboles tienen que estar preciosos, propicios para una calma romántica, y cuando pensó romántica volvió a recordar a la chica de los muslos, aquella vez en la habitación del hotel, subiendo y bajando alternativamente por su cuerpo, la cintura y las rodillas, los hombros y tobillos, el cuerpo tibio y suave, y sus pies pequeños con las uñas cortadas hasta lo inverosímil.

Por dónde andará ahora, se preguntó, y tuvo conciencia de pronto de cómo le gustaría que estuviese con él, los dos solamente en algún lugar lejano, Nueva Zelanda o así, bueno, quizá no tanto, pero sí lejos, lejos de toda esta mierda de matar a la gente por encargo y sueldo fijo como otros escriben a máquina, o cortan el césped, o trocean salchichones.

Se sentó un rato en un banco a fumarse un cigarrillo, y por entre la niebla efímera del tabaco, vio pasar a tres viejos tan doblados sobre sí, que parecían competir para ver quien se partía antes. Estuvo tentado de sacar el revólver y acabar a tiros con aquella extravagante competición, pero pensó a tiempo que si se cargaba a las tres ruinas acaso no tuviese balas para acabar el trabajo. La suerte que han tenido, pensó sonriendo mientras los veía alejarse. Se levantó presuroso y feliz, ya sin nervios, pues si bien sudaba un poco, alguna gota atrevida bajando por el mentón, él se la atribuyó al sol de manera categórica y ni siquiera se molestó en secarla.
Otra ojeada al reloj le informó que eran aún las once y diez. Se subió el cuello de la gabardina -había empezado a refrescar de repente-, y apresuró el paso hasta salir del parque. Dejó atrás la verja de hierro forjado, escupió de lado en una papelera y se palpó la sobaquera. Se sintió seguro al notar la forma familiar del 38 especial con silenciador acoplado y se puso a silbar bajito una música antigua.

Antes de llegar a su destino, esperó como quince minutos en otros tantos semáforos y tomó un café solo en una cafetería demasiado elegante para él. Se sintió como un elefante en una cacharrería, tales fueron las miradas que recibió.

Llegó al edificio asignado y subió los tres pisos por la escalera. Tuvo una extraña premonición al llamar a la puerta y al abrirse ésta, allí estaba, era ella, la chica de los muslos. Él intentó hablar, decir algo, pero se quedó boquiabierto y no fue capaz de articular sonido alguno. El rostro de la chica aún guardaba algo de su antigua belleza, el maquillaje aplicado con profusión ayudaba a dar esa sensación. Pero sus muslos, sus muslos, eran puro puré y el resto del cuerpo algo parecido a un flan tembloroso.

Los ojos de la chica reflejaban un terror infinito y al mismo tiempo -le pareció- una muda súplica que él no admitió.

Fue fácil. Sólo tuvo que disparar un par de veces -flop, flop- para destruir aquella estatua decrépita, su sueño de un rato antes.

Guardó el revólver, cerró la puerta después de empujar el cadáver hacia adentro, y el pañuelo le sirvió ahora para enjugar alguna lágrima que huyó de los ojos sin permiso.

Era la hora del ángelus. Las campanas de la ciudad dieron su repique cotidiano y monótono.

Llevaba el reloj adelantado y un asco inmenso en el rostro.

Siempre es duro matar los sueños.


Elías Moro (Óbitos súbitos, ERE, 2000)

6 comentarios:

  1. dos disparos y un solo asiento en el capri.
    me has recordado por momentos el extranjero.

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  2. Estupendo relato, buena tensión a lo largo de él y un final sorprendente. Ese eneasílabo que cierra, daría para un poema.

    Un abrazo.

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  3. Sorprendente hacer de la muerte una fría y calculada rutina para sobrevivir, creo que disfrutas ese registro y se nota.

    Beso.

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  4. kynikos: en cierto modo lo es.
    Fíjate en lo de "pibita".

    Un saludo.

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  5. Gracias, Antonio. Es un relato ya antiguo, pero disfruté escribiéndolo.
    Y bien visto ese eneasílabo final: yo ni siquiera me había dado cuenta.

    Abrazo.

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  6. Paloma: hay más sicarios por ahí de lo que parece. Y en cuanto a disfrutar de ese registro, aciertas: quizá sea una especie de homenaje implícito al cine negro clásico, del que me confieso deudor.

    Besos.

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