Hoy he pasado un buen rato mirando desde el romano puente de piedra -dos mil años nos contemplan- el fluir del río que atraviesa mi ciudad: aguas oscuras, marrones, tan lentas en su descenso que se dirían hermanas de la quietud.
En ellas, siempre antiguo, cada vez nuevo, lo de costumbre: mamá pata con su prole detrás, ramas secas como caimanes inmóviles al sol al acecho de no se sabe qué, un grupo de garcillas -gritonas, níveas- sopesando en asamblea si levantar el vuelo desde sus posaderos y buscar algún rebaño de herbívoros al que asediar con sus picotazos nerviosos y urgentes o asaltar algún húmedo huerto en busca de lombrices, los atléticos remeros del club de piragüismo entrenando sus precisos movimientos, el ritmo exacto de las paladas, su respiración al unísono…
Y a trescientos kilómetros de la costa más próxima, como bárbaros explorando nuevos territorios que conquistar, una avanzadilla de gaviotas y cormoranes hurgando entre las basuras acumuladas en las orillas y espiando, ojo avizor y con sus picos feroces dispuestos al ataque, a los peces despistados que todavía no saben que han llegado, para quedarse, sus nuevos enemigos.
... Y el tiempo fluye.
ResponderEliminarHermosa forma de plasmar esos momentos de contemplación que tan bien sientan.
Un abrazo.