martes, 12 de abril de 2011

Paisanaje (17) Ladislao


Este Ladislao era un alma cándida, un dechao de virtudes, un primo hermano de la inocencia y la bobería, la víctima perfecta pa alguna suegra de faca y faja, no sé si me explico. Lo único, que de mujeres casaderas no quiso nunca ni oír hablar; ni hubo manera de emparejarlo como Dios manda por más que algunas celestinas de fama, de colmillo retorcío, invirtieran todo su talento y empeño en el asunto. Sintiéndose tocás en su orgullo visto lo inútil de sus esfuerzos y maniobras, y para vengarse, las casamenteras alcahuetas difundieron con inquina y a conciencia el rumor de si Ladislao no sería por un aquel de la acera de enfrente, si perdería aceite, si probaría braga y sostén en la intimidad,  y empezaron a llamarlo "El Simple":

-Es más simple que el asa un cubo; es más simple que el mecanismo un chupete; es más simple que el culo una pelota... -iban diciendo por ahí, despechás y retorcías. Pero que va, el problema de Ladislao con las mujeres era mucho más sencillo: no es que no le gustaran (que yo sé que sí que le gustaban; como que se iba de putas cada dos semanas a la capital), sino que con la madre y las dos hermanas gemelas que le cayeron en suerte en la rifa familiar -que parecían las del cuento de La Cenicienta de puñeteras que eran, lo tenían en un sinvivir cuando chico- tuvo más que de sobra con respecto al lao chungo del género femenino y no le quedaron muchas ganas de arriesgarse con otras ni intimar más de lo necesario.
Inveterado solterón y dependiente desde siempre del más afamado comercio de la villa (Ultramarinos y Coloniales "La Sirena". Calidad a su servicio desde 1908), donde era considerado parte esencial del establecimiento, las clientas se rifaban sus atenciones, y no precisamente por su buena estampa -que era más bien chaparro y no lo que se dice un adonis- sino por ver de aprovecharse de su natural cándido y timorato en la transacción comercial. Menudas brujas las del bolso de la compra y la melena cardá.

Pero una noche, aciaga en su memoria, y que le produce pesadillas desde entonces, le aconteció un suceso que cambió para siempre su fe en la posible bondad de la especie humana. Bueno, para ser precisos, no le ocurrió a él, sino a lo que más amaba: un Seat 600 precioso, negro y con una raya dorada que viajaba por el capó hasta el parabrisas y desde éste hasta casi la matrícula que proclamaba bien a las claras su origen soriano.
Y es que para Ladislao, aquel “rechoncho ingenio de la mecánica patria”, como él lo denominaba con una labia insospechada en semejante pánfilo, era la niña de sus ojos, la novia que nunca tuvo, el amor que no pudo ser, y donde volcó toda la ternura a la que su escaso esqueleto podía dar cabida.

El caso es que cuando el día de autos, nunca mejor dicho, se levantó por la mañana y bajó, como todos los días, a echarle el vistazo de costumbre al suyo antes de irse detrás del mostrador a etiquetar latas de morrones, o colgar los lomos de bacalao, o pesar el pimentón, o empaquetar las alubias y lentejas en los cartuchos de papel de estraza..., el cuadro que se encontró ante los ojos hizo que se le cayese el alma a los pies: algún bárbaro había apedreado su amado vehículo hasta casi reducirlo a chatarra, había dejado su rastro cruel e irracional sobre aquella carrocería querida. Viéndolo de aquella guisa, destartalado y moribundo, ciego de los faros, los cristales hechos añicos, las puertas con múltiples mataduras, los asientos destripados y las ruedas rajadas, las llantas hiriendo el asfalto y el motor violado, no pudo evitar ponerse a llorar amargamente, incapaz de entender aquella brutalidad gratuita y sin sentido. Y por entre la catarata de lágrimas que corrían por su rostro con un desconsuelo que daba grima (que parecía contra natura ver llorar así a un hombre), le pareció entrever que el coche (que semejaba estar desangrándose sin remedio -un charco de aceite y líquido de frenos adornándole los bajos camino de la alcantarilla más cercana, la gasolina derramada pintando iridiscencias en el asfalto mojado-) también lloraba implorando, a partes iguales, consuelo y venganza antes de hundirse para siempre en el siniestro pozo de los desguaces y el oscuro y laberíntico y doloroso mercado de las piezas de segunda mano.

Tras aquella funesta jornada, Ladislao "El Simple", aquel espíritu otrora cándido y bondadoso, feo, católico y sentimental, se transformó (de un día para otro, como quien dice, y para escándalo y pesar de beatas y meapilas) en un sujeto soez, deslenguado y rijoso, que se despachaba a gusto con quien fuese, no pasaba ni una por alto, y siempre andaba enredado en broncas y trapacerías. Desde entonces ("De perdidos al río", que dice el dicho) se dio al puterío con entusiasmo, a la bebida sin freno y al ateísmo militante a las bravas. No dejó pecado sin buscarle las costuras. La cosa ya pasaba de castaño oscuro, los líos del Ladislao estaban entrando de cabeza en la categoría del escándalo público. Llegados a este punto sin retorno, no hubo más remedio que despedirlo de La Sirena, negocio serio donde los hubiera y que no podía permitirse sin menoscabo de su prestigio tal ejemplo incívico en su plantilla de probos dependientes. Y todo por una mierda de coche, que hay que estar zumbao de la chaveta.

Semejante cambio de actitud en tan íntegro ciudadano hasta aquel fatídico momento, tras múltiples denuncias y alguna estancia nocturna en el calabozo de los cuartelillos, ora consistorial, ora picoleto (ya sabéis lo de los granos de arena: se van juntando unos con otros, así como a lo tonto y, en un pis pas, visto y no visto, abracadabra, hacen una montaña donde antes no había nada), llegó a ser debatido en el orden del día del pleno municipal.

Pleno que sirvió, a la postre, para la aprobación por unanimidad (lo nunca visto en este ayuntamiento, oiga) de un notable incremento en la plantilla de guardias urbanos.

1 comentario:

  1. Qué excelentes retratos, Elías; llenos de ternura y humanidad; de humor, con su pizquita ácida. Para mí, el quid del relato, quizá no esté en el cambio de carácter del Ladislao, que ya es significativo, sino en su origen, en ese acto salvaje, vandálico y, sobre todo, como bien se apunta, "gratuito", propio de gentes sin entrañas que, a lo que se ve, sufren con la felicidad y la paz de los otros. De esta forma, la cizaña del mal se expande por el mundo sin remedio. El hecho, como en este caso, de que cree empleo, por mucho que haga falta, no creo que sirva para justificarla.

    Un abrazo,

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