lunes, 13 de febrero de 2012

Caja de reclutas



En este país de mierda en el que malvivíamos en la época de la que hablo, un desdichado redil de miedo y pobreza, existía una cuestión que no era moco de pavo para los súbditos, que no ciudadanos, de género masculino: el Servicio Militar Obligatorio (así, con mayúsculas de las gordas, nada de bromas), “la mili” para los amigos. Una leva obligatoria en la que te jugabas el pescuezo a poco que fueras un poco lerdo o pusilánime. Pero antes de marchar al destino que te hubiera tocado en suerte, petate al hombro y los mocosos hipidos del llanto materno como fondo sonoro en la despedida, había que sufrir, para que te fueras acostumbrando a lo que te esperaba de allí en adelante, un trámite preceptivo para el que no había excusa que valiera: el examen médico.

De modo y manera que en cuanto cumplías la edad preceptiva, a tu casa llegaba una carta con remite del Gobierno Militar de turno en la que ya desde las primeras líneas, y con una prosa escueta y cortante, casi de bayoneta calada, se te conminaba de manera taxativa a presentarte sin excusa que valiera en tal lugar, en tal día, a tal hora. Y allá que te ibas, a ver qué ibas a hacer si no a menos que tuvieras vocación de prófugo. ¡Joder, es que leías la cartita de los cojones y casi te ponías en posición de firmes!
Después de mirarnos los ojos, escudriñarnos la cerilla de los oídos, inspeccionarnos la dentadura como a ganado en feria, auscultarnos el resuello de los pulmones, escucharnos el reloj del corazón y tocarnos los huevos (literalmente: el médico te ponía dos dedos, índice y corazón, creo, en la parte baja de los testículos y te ordenaba toser con fuerza; y era capitán, conque a ver quién era el guapo que se negaba) en busca y captura de alguna hernia camuflada, pasábamos a poder del medidor de altura. Por cierto, que entre exploración y exploración, entre tocamiento y tocamiento de pelotas, aquel galeno mílite y guarro no se lavaba las manos.

El medidor de altura que me tocó en suerte cuando llegó el amargo momento (hablo del fulano que lo manejaba y no del aparato en sí, cuya denominación técnica nunca he sabido a ciencia cierta) y encargado también de la báscula, era un tipo alto, hosco, flaquísimo, que fumaba Peninsulares sin parar. En todo el tiempo que pasé allí nunca lo vi sin el pitillo en la boca, encendía uno con otro de manera regular, a un ritmo constante. Quizás lo hacía para que en aquella sala llena de humo y acres olores corporales (casi da miedo pensar en cuántos reemplazos de reclutas habrían pasado por sus manos en tan desolador escenario) nos resultara más sencillo el trámite humillante de la tos y acelerar el proceso en lo posible. El de los galones también secundaba con entusiasmo al ayudante civil en lo de encender un cigarrillo tras otro sin descanso: parecían accionistas de la Tabacalera demostrando las bondades del producto.

En las cerca de cuatro horas que permanecimos atrapados en la encerrona, aquel tipo no cruzó palabra con los pacientes casi desnudos con el hatillo de la ropa y los zapatos en una banqueta metálica corrida a nuestras espaldas, se limitaba a leer con un descorazonador hastío los nombres de una lista. Cuando escuchabas el tuyo y asentías al llamado (había que responder ¡presente! con tono marcial al oír tu nombre aunque la verdad es que apenas nos salía la voz del cuerpo), con un leve movimiento de cabeza te sacaba de la fila y te indicaba el camino de la báscula. Por orden alfabético y sin rechistar, como ovejas modorras camino del matadero, acudíamos dóciles uno tras otro para proceder al espinoso asunto. Y aunque íbamos en calzoncillos, un impulso reflejo y pudoroso nos impelía a cruzar las manos a la altura de la entrepierna con el de fin de tapar, siquiera fuera malamente, nuestras vergüenzas delanteras. Que tampoco es que hubiera mucho que tapar, dicho sea de paso.

Solventada la cuestión del peso, con un somero empujón en el hombro el subalterno te señalaba la dirección del medidor. En la columna correspondiente a los datos personales de cada cual, acaso por una peculiar venganza contra su miseria de carnes, aquel tipo cadavérico siempre anotaba algunos gramos, algún kilo de más. El dato de la altura, en cambio, casi siempre la registraba correctamente. Y digo casi, porque en los casos dudosos tiraba para casa como los árbitros cobardes: si a alguno le faltaba ese centímetro milagroso que le hubiera permitido escapar de la leva por corto de talla (brillante eufemismo castrense para no llamarte enano directamente), se lo añadía sin mayor problema ni remordimiento de conciencia. Todo por la Patria. Existían otros especiales conceptos, establecidos vaya usted a saber en base a qué arcanos misteriosos, a qué jerárquico capricho, que permitían esquivar legalmente el alistamiento: estrecho de pecho, pies planos (¿o eran cavos?), corto de vista, hijo de viuda... (Si sería una putada la mili, que se contaba de alguno que estuvo a punto de apiolar al padre para acceder a la condición de huérfano y así librarse de la quema. Al parecer no consiguió su propósito por bien poco).

Para lograr el dato de la altura, una vez te tenía colocado en el sitio, bien firme y erguido con la espalda apoyada en la barra vertical, el tipo aquel, en vez de deslizar suavemente la parte móvil y perpendicular del aparato, gracias a su ventaja de estatura y escenario la situaba a una buena distancia de la cabeza y, acto seguido, la dejaba caer de golpe sobre ella. Cuando terminaba con cada uno de nosotros, se acercaba a la mesa y en un grueso libro de registros que ya en febrero proclamaba a las claras su fatiga y deterioro (el lomo bien resobado, las hojas pringosas de heridas de guerra, manchurrones de tinta y de ceniza aquí y allá condecorando las páginas…) iba rellenaando con parsimonia la ficha de los reclutados a la fuerza: nombre, edad, peso, estatura, color de pelo y ojos, las posibles cicatrices o lunares… Fulanito, 1,67, 73 kilos. Menganito, 1,77, 89 kilos. Zutanito, 1,70, 76 kilos. Elías Moro, 1,93, 90 kilos. ¡90 kilos, apuntó el tío sin que le temblara el pulso ante la prevaricación manifiesta! Con un par. Mentira grande y gorda porque yo no he pasado de los 85 en mi vida. Y fue, por cierto, estando ya en el cuartel. Había un vecino del barrio destinado en la cocina que, a mis espaldas y en comandita con mi madre (que le pasaba unas perrillas bajo cuerda todos los meses, esto lo supe después), suplementaba mi rancho, prefiero no saber con qué, como quien no quiere la cosa. ¡Si eché hasta barriga!
Oficialmente, salías de allí un poco más gordo o más alto, con un chichón en la cabeza, y la desasosegante sensación de haber sido humillado de manera gratuita en el primer trato forzoso con la milicia y sus menestrales de retaguardia.

Podías jugártela esperando a que te tocara la lotería y salieras excedente de cupo, pero ya sólo faltaba que el bombo te fuera esquivo y en el sorteo de destinos te cayeran en suerte los Cazadores de Montaña de Jaca (¡Hostias, qué frío!) o, casi peor, en los Regulares de Melilla (¡Joder, qué calor!) para completar la putada a base de bien. Para evitar la jugarreta de las bolitas al azar (menudo cabrón, el azar, siempre sacudiendo estopa a los mismos desgraciados), yo me fui voluntario al Ejército del Aire, también llamado en el argot guerrero Arma de Aviación. ¿Y por qué a la Aviación y no a la Marina o a los paracaidistas, por ejemplo? No sé muy bien, acaso por una cuestión de estética: me gustaba el uniforme azul, tanto el de faena como el de paseo, con el gorro plegable que podías colocarte en la trabilla de la hombrera y los guantes blancos de tela. Desde luego, de los tres ejércitos, era el más elegante y vistoso, dónde va a parar. Me tocó en Torrejón, en el Ala 12. Para más señas, en la PM (léase Policía Militar).


El emblema del escuadrón de cazas de combate que allí tenía su base de operaciones consistía en la caricatura de un gato intentando parecer feroz y amenazante cuando no pasaba, y esto tirando por lo alto, de cabreado, que parecía que le hubieran pisado la cola al minino, con la estúpida leyenda de “No le busques tres pies” inscrita debajo de los bigotones y los colmillos asomando por las fauces abiertas. Como si eso fuera a acojonar a alguien. Menudo Einstein el del eslogan.

Hasta que me dieron “la blanca” (quince meses me costó la bromita patriótica) y me mandaron para casa con una palmadita en el hombro como pago por el deber cumplido, me chupé casi cien guardias entre el control de entrada y la vigilancia perimetral de la base, amén de cuatro o cinco desfiles de gala y algunas decenas de imaginarias.

Me escaqueé todo lo que pude, claro. 


No veía la hora de acabar con todo aquello.

8 comentarios:

  1. Además de la caja de reclutas, ya puesto, veo que has tirado "to p'alante" hasta la obtención de "la blanca", la venturosa blanca... ¡Me ca, qué tiempos!, que vendría a decir el maestro Gila.

    Un abrazo.

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  2. Y lo peor, en mi caso, es que diez años después, de semejante jornada, tan similar a lo que cuentas excepto en lo del tabaco y en lo de mi altura (uno nunca ha llegado tan arriba), digo, diez años después, un traumatólogo me dijo que me podría haber librado por tener los pies cavos. No planos, sino lo contrario. Para entonces ya había perdido la blanca. Y me lo dijo, así, sin pudor, con una sonrisa en la boca...

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  3. ¡Y yo que me quejaba de la cantidad de guardias que tuve que hacer!

    Lo del eslogan del gato me parece buenísimo. Veo a Leónidas en las Termópilas gritando a sus hombres: "¡A por los Persas! ¡Y no le busquéis tres pies al gato!" Enardecedor.

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  4. Saludos de un colega exrecluso de la Base Aérea de los Llanos, Ala 14 (me parece que por allá tiraron de la lanza quijotesca para el pin). Además de en casi todo lo demás (hay extremos que ya no figuran en mi memoria), te doy toda la razón en lo del uniforme del Aire: el más elegante sin duda... para perder del mismo miserable modo el tiempo. Excelente crónica: supongo que más de uno por debajo de los cuarenta, o por ahí, pensará que es ficción... Pero ya sabemos lo que pasa con la realidad.

    Un abrazo

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  5. Queridos todos: en esta "Caja de reclutas" hay mucho de realidad pero también su aliño de ficción.
    Como dice Antonio que decía el maestro Gila:
    "Me ca".
    Pdta para Amando: he incluido lo de los "pies cavos".

    Abrazos y gracias a todos.

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  6. Yo también soy de la cuerda de los de los "pies cavos". Desde hace ya algún tiempo, preciso de unas plantillas para aliviar sus malsanas consecuencias. No sé si me hubiera librado. En cualquier caso, como Amando, pasaría de aferrarme a tan espurea estratagema. Pues, a fin de cuentas, ¿no fue allí, en la mili, donde en realidad nos hicimos hombres? (Supongo que no hará falta remarcar la ironía de la frase. No está de más, porque en esto de los escritos nunca se sabe.) Abrazos a todos.

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  7. Muchas gracias, por ese detalle. En realidad eran ambos defectos los excluyentes, pero sólo se sabía de uno, el otro se lo callaban los muy...

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    1. Ah, me he visto retratado en mi reclutamiento. Yo objeté con tal de librarme de aquello.

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