El transformador
Nos reuníamos allí al caer la tarde, después de salir del colegio y recoger la merienda que nuestras madres tenían preparada. Estaba situado en la parte más inaccesible de la finca, en el tramo más suave de la pendiente, en un bancal que lindaba con las naves fabriles de reciente construcción, junto a un tupido follaje de laureles y arbustos cuyas inquietas ramas perfilaban arbitrarias sombras en la fachada. Era un edificio inexpresivo, una especie de torreta cúbica de cemento encalado asentado sobre una base de hormigón con gravilla dispersa alrededor, descascarillado por el paso del tiempo y agrietado por los ligeros, casi imperceptibles deslizamientos del terreno, al que se accedía por una única abertura, una sólida puerta metálica imposible de franquear. De su tejado uniforme sobresalían unos cables gruesos orientados hacia una columna de alta tensión distante doscientos o trescientos metros. Nos advertía de los riesgos de acercarnos a su perímetro, de traspasar el límite de seguridad, una señal triangular de color amarillo remachada sobre una base de hierro en la que estaba escrito en letras negras: “Peligro de muerte” sobre el dibujo de un relámpago. Aún así no nos dejábamos intimidar y allí acudíamos cada tarde a fumar nuestros primeros cigarrillos. Miguelín, el hermano pequeño de Justito, un chiquillo avispado que tenía conciencia de serlo -hablaba siempre con una sonrisa en la boca, aunque tan deprisa que resultaba difícil entenderle- aparecía de vez en cuando con un paquete de tabaco rubio, sustraído vete a saber dónde, del que nos ofrecía cigarrillos con la intención de sobornarnos para que le admitiéramos en el grupo, restringido a los muchachos que teníamos edades similares. Su hermano Justito, apocopado, triste y cegato como su padre, no oponía objeción alguna. Era yo, intentando impedir que se sumara a los encuentros clandestinos mi propio hermano, quien esgrimía los inconvenientes de que un niño estuviera en un lugar tan peligroso. La adolescencia se construye desmantelando obsesiones, propias y ajenas. Alguna vez, cansado de que espiara los planes de los mayores y bajo la contundente amenaza de pegarle, conseguí que se marchara ante la indiferencia de los demás y el enfado del propio Miguelín. Un día, cuando llegué a casa, observé una inusual agitación. Mis padres me estaban buscando angustiosamente. A Miguelín lo había atropellado un coche en la cercana carretera general y había muerto al instante. Yo me quedé mudo y pensativo, acalambrados mis músculos faciales, al enterarme. Pedía explicaciones, detalles que nadie podía ofrecerme. Miré por la ventana hacia la calle. El crepúsculo teñía de sangre las paredes del aire. Sólo unos minutos antes le había alejado de nosotros con la excusa del peligro que significaba estar tan cerca del transformador y morir electrocutado, sin saber que en mi decisión se asentaba la primera piedra de su destino. Oí en esa distancia que acorta el sentimiento de culpa un grito espantoso, vi claramente su cuerpo destrozado sobre el asfalto y en el gesto inmóvil de su rostro ensangrentado la pérfida sonrisa de la insurrección. El recuerdo es confuso, no sé si deliberadamente, y ensombrece la verdad de lo que ocurrió con un velo exculpatorio que me protege de mis cómplices, esos a los que la gelidez de la memoria nos consigue helar el corazón, pero ¿de qué se trata en realidad?, ¿de eludir mis responsabilidades o de inventarlas? Lyn Hejiniam escribe que: “Una gran parte de la infancia se pasa en una suerte de esperanza”; por eso, cuando de aquellos días han pasado tantos años, no apremia la nostalgia, sino la implícita certeza de que también el resentimiento obedece a unas pautas arbitrarias en las que los actos voluntarios queda postergados. El tiempo de la inocencia ha terminado.
Carlos Alcorta (26 de agosto)
Ilustración: Ignacio Fortún
Lo he dicho y lo repito: "una gran cosecha, ésta del 59". En este texto veo, además, similitudes con tus "Notas para esbozar apuntes" o mis "Fragmentos" (permítaseme la grosería de nombrarme). Aunque aquí el asunto derive hacia un lado trágico, del que, salvo error, no hay rastro en tus "Notas" ni por supuesto en mis "Fragmentos". En cualquier caso, el nexo entre los tres es el hilo conductor de la memoria y el afán de fabulación en torno a ella. Destacando aquí, además, la exquisita prosa con que se nos muestra este "transformador".
ResponderEliminarUna vez más, Elías, gracias por compartir con nosotros estos textos.
Un abrazo.