Ayer, comienzo de la tan cacareada primavera (¡que se lo digan a los alérgicos y a los asténicos como yo!), se celebró el también muy cacareado "Día Mundial de la Poesía".
Bibliotecas, clubes de lectura, círculos obreros, plazas públicas, teatros, parques y jardines... se vieron asaltados por una legión de poetas que esgrimían sus versos cual sables o floretes, dispuestos a dar una estocada que otra a los sufridos oyentes (bueno, no tan sufridos, que habrán ido, supongo, motu proprio a las lecturas) de tanta rima ramplona, de tanto ripio repetido, de tanta cursi metáfora.
Algún magnífico poema, no me cabe duda, se habrá deslizado también por los pabellones auriculares del público y hará su sorda labor, callada y paciente, en el alma del letraherido espectador.
Conste que no me parece mal, antes al contrario, que la poesía se celebre. Es lo de que tenga que hacerse en un día preciso, y casi por decreto, lo que me chirría cada vez más. Sin embargo, ¿qué poeta que se precie de tal -lo sea de verdad o no lo sea, ahí no me meto- no ha cometido alguna vez el pecado, no ha caído en la tentación? Sin ir más lejos, yo, mea culpa, he incurrido en él en múltiples ocasiones. Y en verdad que han sido muchas. Que recuerde ahora mismo, la última, el año pasado. Y en un teatro, sí.
Con buenos poemas y malos poemas, propios y ajenos, sin pudor alguno, en todas esas ocasiones yo sacaba mis cuartillas sin empacho aparente, domeñaba los nervios propios del evento, y venga a recitar versos y estrofas, venga sonetos y romances, venga tirios y troyanos.
Pero este año no; este año, me dije, tan mentada efeméride la celebro a cubierto y en privado, a mi modo, en solitario, con la única y estricta compañía de algunos de los libros y autores de mi particular preferencia.
¿Con cuáles, con cuáles?, se estarán preguntando algunos curiosos impertinentes. ¿Acaso con Homero o Kavafis? ¿Keats, tal vez, o Whitman, o Ungaretti? ¿Fueron por ventura Pessoa, Montejo, Lorca, Pizarnik, E.E. Cummings, Margarit, Vallejo o Eliot quienes alumbraron ayer mis horas de lectura?
¿Fueron tal vez Li Po, Michaux, Milosz, Szymborska, Huidobro, Lêdo Ivo… quienes acompañaron mis horas?
Podrían haberlo sido perfectamente, como cualquiera medianamente avispado entenderá; con todos ellos, y muchos más, aprendo y disfruto siempre que los visito.
Pero ayer -os saco ya de dudas- el libro que se me vino a las manos, casi llamándome a gritos, fue Milagro a milagro de José Viñals Correas, mi querido y llorado maestro.
Y éste el poema que me alumbró el día:
O tinta o sangre
Sol en rodajas, laurel, mirto y retama. Paisaje inconsistente, sin encanto, y dolorosamente fugaz. Te meces sobre el asiento de esterilla. Abigarradas cosas a tus pies indiscernibles que quizá vuelan o volarán. El molinillo de regar tritura el agua. El perro corretea bobo, y procura atrapar la mariposa del naranjo, escandalosamente negra y amarilla.
Yo, como siempre, leo libros abstrusos que me perturban el corazón y me atavían la frente. Tras la escueta ventana hago ademanes inútiles, no sé si hacia tu imagen o hacia tu persona, y ya ni estoy seguro de no estar siendo el perro que pretende atrapar a la mariposa.
Saltos, cabriolas, y el ladrido absurdo. Los zarpazos certeros del vocablo rasguñan las rodajas de sol. Como colonia picante de medusas, flota, viscoso, el tiempo. ¿Cómo encontrar la veta para que el verso no se astille ni sufran sus aristas? ¿Cómo construir la casa breve del poema? Delito es verte, abandonada al aire, mientras mantengo un duelo frustrante con las sílabas.
Te meces en el centro inestable de la armonía. Vuela lo que debía volar. El sol se vuelve opaco por acumulación de transparencias. He escrito una palabra que encerraba promesas de clave temperado. Juan Sebastián estaba cerca, pero lejos de Dios. A Dios yo le ajustaba cuentas como si se tratara de un padre que abandona o de una araña que se aplasta, no con el pie sino con el zapato.
A la hora inefable de la bruma te pusiste en pie, indolentes los brazos, suelto el pelo, húmedo el labio, el cuerpo elástico, la mirada plena. Fracasaba el poema.
¿Cómo no me di cuenta que allí estaba el sentido, en la penumbra de tus pliegues de delicada artesanía biológica y secreta? Absurdos libros, libros delincuentes, muelles artificiales en las corrientes navegables que ascienden a las fuentes.
¿Cómo no me di cuenta? Sabio, en mi auxilio, vino el perro y me lamió las manos que despertaron para la caricia. Menos mal: no era tarde. Menos mal: no era inútil. Despojos deslucidos del poema flotaban en las aguas cloacales del río.
José Viñals Correas (1930-2009)
Bibliotecas, clubes de lectura, círculos obreros, plazas públicas, teatros, parques y jardines... se vieron asaltados por una legión de poetas que esgrimían sus versos cual sables o floretes, dispuestos a dar una estocada que otra a los sufridos oyentes (bueno, no tan sufridos, que habrán ido, supongo, motu proprio a las lecturas) de tanta rima ramplona, de tanto ripio repetido, de tanta cursi metáfora.
Algún magnífico poema, no me cabe duda, se habrá deslizado también por los pabellones auriculares del público y hará su sorda labor, callada y paciente, en el alma del letraherido espectador.
Conste que no me parece mal, antes al contrario, que la poesía se celebre. Es lo de que tenga que hacerse en un día preciso, y casi por decreto, lo que me chirría cada vez más. Sin embargo, ¿qué poeta que se precie de tal -lo sea de verdad o no lo sea, ahí no me meto- no ha cometido alguna vez el pecado, no ha caído en la tentación? Sin ir más lejos, yo, mea culpa, he incurrido en él en múltiples ocasiones. Y en verdad que han sido muchas. Que recuerde ahora mismo, la última, el año pasado. Y en un teatro, sí.
Con buenos poemas y malos poemas, propios y ajenos, sin pudor alguno, en todas esas ocasiones yo sacaba mis cuartillas sin empacho aparente, domeñaba los nervios propios del evento, y venga a recitar versos y estrofas, venga sonetos y romances, venga tirios y troyanos.
Pero este año no; este año, me dije, tan mentada efeméride la celebro a cubierto y en privado, a mi modo, en solitario, con la única y estricta compañía de algunos de los libros y autores de mi particular preferencia.
¿Con cuáles, con cuáles?, se estarán preguntando algunos curiosos impertinentes. ¿Acaso con Homero o Kavafis? ¿Keats, tal vez, o Whitman, o Ungaretti? ¿Fueron por ventura Pessoa, Montejo, Lorca, Pizarnik, E.E. Cummings, Margarit, Vallejo o Eliot quienes alumbraron ayer mis horas de lectura?
¿Fueron tal vez Li Po, Michaux, Milosz, Szymborska, Huidobro, Lêdo Ivo… quienes acompañaron mis horas?
Podrían haberlo sido perfectamente, como cualquiera medianamente avispado entenderá; con todos ellos, y muchos más, aprendo y disfruto siempre que los visito.
Pero ayer -os saco ya de dudas- el libro que se me vino a las manos, casi llamándome a gritos, fue Milagro a milagro de José Viñals Correas, mi querido y llorado maestro.
Y éste el poema que me alumbró el día:
O tinta o sangre
Sol en rodajas, laurel, mirto y retama. Paisaje inconsistente, sin encanto, y dolorosamente fugaz. Te meces sobre el asiento de esterilla. Abigarradas cosas a tus pies indiscernibles que quizá vuelan o volarán. El molinillo de regar tritura el agua. El perro corretea bobo, y procura atrapar la mariposa del naranjo, escandalosamente negra y amarilla.
Yo, como siempre, leo libros abstrusos que me perturban el corazón y me atavían la frente. Tras la escueta ventana hago ademanes inútiles, no sé si hacia tu imagen o hacia tu persona, y ya ni estoy seguro de no estar siendo el perro que pretende atrapar a la mariposa.
Saltos, cabriolas, y el ladrido absurdo. Los zarpazos certeros del vocablo rasguñan las rodajas de sol. Como colonia picante de medusas, flota, viscoso, el tiempo. ¿Cómo encontrar la veta para que el verso no se astille ni sufran sus aristas? ¿Cómo construir la casa breve del poema? Delito es verte, abandonada al aire, mientras mantengo un duelo frustrante con las sílabas.
Te meces en el centro inestable de la armonía. Vuela lo que debía volar. El sol se vuelve opaco por acumulación de transparencias. He escrito una palabra que encerraba promesas de clave temperado. Juan Sebastián estaba cerca, pero lejos de Dios. A Dios yo le ajustaba cuentas como si se tratara de un padre que abandona o de una araña que se aplasta, no con el pie sino con el zapato.
A la hora inefable de la bruma te pusiste en pie, indolentes los brazos, suelto el pelo, húmedo el labio, el cuerpo elástico, la mirada plena. Fracasaba el poema.
¿Cómo no me di cuenta que allí estaba el sentido, en la penumbra de tus pliegues de delicada artesanía biológica y secreta? Absurdos libros, libros delincuentes, muelles artificiales en las corrientes navegables que ascienden a las fuentes.
¿Cómo no me di cuenta? Sabio, en mi auxilio, vino el perro y me lamió las manos que despertaron para la caricia. Menos mal: no era tarde. Menos mal: no era inútil. Despojos deslucidos del poema flotaban en las aguas cloacales del río.
José Viñals Correas (1930-2009)
Estoy de acuerdo contigo, Elías, en ese rechazo, o prevención, ante "El día de...", sea éste de la poesía, la mujer, el niño o el sumsum corda. Ahora, dicho esto, me parece que tu elección no es mala, sino todo lo contrario. El texto que nos muestras es prueba evidente de ello. Todo un disfrute y germen de envidia literaria (no sé si del todo sana) (guiño cómplice).
ResponderEliminarUn abrazo.
Así se celebra la poesía, con Viñals este si que es un poeta), porque mira que hemos tenido que soportar poemas en los periódicos a propósito del dichoso día.
ResponderEliminarComo siempre que vengo a tu casa me pierdo y disfruto. Me han gustado tus aforismos, interesante tu última entrada de Sawa, pero esta manera tuya de celebrar la poesía (que no su día), me atrapa. Gracias.
ResponderEliminarUn beso.
Es que cada vez me repatea más eso de celebrar a la fuerza lo que sea.
ResponderEliminarQue cada uno celebre lo que le de la gana cuando quiera.
Yo la poesía la celebro leyéndola cuando y como me apetece, no cuando me dictan.
Abrazos.