Al
entrar en la plaza me topo de repente frente a un espectáculo insólito: un
grupo de niños jugando al fútbol. Nada raro, tampoco es para tanto, a qué viene esa extrañeza, me diréis. Error; porque siéndolo ya de por sí en estos tiempos -niños jugando en la
calle un partido en un suelo de granito y una multitud de señales de tráfico y mobiliario urbano como únicos testigos-,
lo más extraño no es el partido en sí sino el desconcertante silencio que reina en la plaza y que casi se
mastica mientras el balón rueda entre las piernas de los jugadores dando tumbos
inconcretos de acá para allá.
Seriecitos y formales, casi estoicos, patean el balón sin sentido alguno ni destino concreto, con esa indolencia propia de quien nada espera de sus actos. Se diría que lo hacen casi por compromiso
cuando pasa por su lado, como si golpearlo fuera un trámite obligado que se
realiza sin ninguna pasión, igual que si trataran de alejar de su lado algo molesto y perturbador.
El descorazonador espectáculo -he visto a esos niños como adultos vencidos- me ha acompañado mientras cruzaba por el medio a toda prisa buscando escapar de él cuanto antes, no fueran a darme una patada también a mí, otro bulto en movimiento.
Ese silencio de los niños jugando me ha amargado sin remedio el resto del día.
El descorazonador espectáculo -he visto a esos niños como adultos vencidos- me ha acompañado mientras cruzaba por el medio a toda prisa buscando escapar de él cuanto antes, no fueran a darme una patada también a mí, otro bulto en movimiento.
Ese silencio de los niños jugando me ha amargado sin remedio el resto del día.
Los veo, Elías, todas las tardes en el parque, a muchos los conozco y están felices o desgraciados, pero son esos momentos que tienen de ser libres, que son pocos.
ResponderEliminarSaludos