Dejando aparte el cochambroso bar del Sebas, especializado
en raciones de menudillo, sospechosas frituras de gambas con gabardina y, a
pesar de que el tío era de un pueblo de Badajoz, morcilla de Burgos y zarajos
conquenses ("Biandas y suqulenzias" que el tabernero publicitaba en una pizarra
bien servida de mugre y faltas de ortografía), y la un tanto enigmática peluquería
del Benito, puntos de reunión donde los hombres se explayaban a gusto después
del tajo contra las parientas y su parentela, contra sus jefes o el gobierno,
contra este o contra aquel mientras le daban con tesón y cariño al tintorro, la
cerveza, el “sol y sombra” o lo que se terciara en ese momento, y la reunión semanal en la parroquia de las más beatas y meapilas, que aunque pocas eran más aguerridas en el asunto cotilleo que en el de los rezos, el ágora femenino
de información más fiable para estar a la última de cualquier asunto que
aconteciera en el barrio era la tienda de la Conce,
un local en el que se podía encontrar una amplia variedad de artículos de consumo
doméstico a casi cualquier hora del día y de la noche todos los días de la
semana, festivos incluidos. Convivían en él en recóndita armonía, en estrecho y
singular maridaje, en casi ilícita simbiosis, las ruedas de arenques junto a las
botellas de lejía, los rulos de chóped con las cajas de cerillas, la pasta de
dientes y los plátanos, el chocolate terroso de la época y el jabón de sosa en
porciones cortado de cualquier manera (que para eso era artesanal: la
Conce y sus pimpollos hacían cada cierto tiempo una remesa en un barreño
de zinc abollado con vistas a aprovechar el aceite viejo, allí no se tiraba nada), unas escobas de retama
en charla íntima con el tocino añejo para el cocido… Allí, y en caso de apuro o
urgencia, siempre había disponibles para los habituales alguna barra de pan aunque fuera de ayer, un paquete puré en polvo o de fideos para la sopa, unos
gramos de fiambre en rodajas… Y lo mejor era que se podía comprar al fiado:
-Señá Conce, que dice mi madre que me dé usté
esto y se lo apunte, que ya vendrá ella a pagar cuando pueda -le decíamos a la doña
al tiempo de entregarle la lista de la compra mirando con gula y ojos de
cordero degollado en dirección al regaliz y los chicles.
Había veces (pocas, en honor a la verdad, porque la
tía era roñosa como ella sola) en que el ardid lastimero funcionaba y salíamos
de allí chupando golosos un trozo del primero o haciendo globitos con una rueda
del segundo. La Conce amputaba los Bazoka con un cuchillo jamonero al
que así le daba uso porque jamón, jamón, lo que se dice jamón, lo cierto es que
cortaba más bien poco, que se le quedaban los perniles duros como piedras por
el poco desgaste que sufrían, y les sacaba las ruedas a los chicles para
venderlas sueltas, más al detalle todavía. Pero si por ventura la pillabas de
buenas, con la guardia baja o el ánimo tierno, eso que te llevabas de gañote para
envidia de los colegas, chincha rabiña.
¡Anda que no sabían ni nada las madres! Y las
abuelas, que entre pañoletas y refajos, entre cuidar las macetitas y los viajes
a la parroquia, entre hacerse el moño y deshacérselo, también mandaban lo suyo en
cuanto las nueras aflojaban un poco la vigilancia y les daban algo de carrete a
las suegras. Normalmente andaban, bien a la greña a cara descubierta, bien en
una guerra larvada y latente, cada una intentando fastidiar a la otra las más de
las veces de manera sutil pero siempre buscando tocar las narices, como suele
decirse. Sin embargo, cada vez que había que comprar a plazos, o séase,
casi a diario, nos mandaban a nosotros a por el recado. En esto sí
que se ponían de acuerdo a escape las dos, mira tú por dónde. Con la excusa de
que estaban muy liadas (o sin pretexto ninguno, que donde hay patrón no
manda marinero) nos plantaban la lista y la talega en la mano, y hala, tirando para allá,
pero rapidito, que para luego es tarde.
(Mientras escribo esto se me viene a la cabeza una
fórmula con humos de orden, un latiguillo cabrón que nos recitaban tajantes
tanto las unas como las otras para que la misión encomendada fuera vista y no
vista, un aquí te pillo y aquí te mato, un voy y vuelvo ya mismo. Latiguillo que todavía hoy, y con algunas
canas ya de por medio, no he podido expulsar del todo de mi mente: “Un pie
allí, el otro aquí, y las tripas recolgando por el medio. Hala, tira y
espabila, tunante”. Y con un tonillo enimágtico, poco tranquilizador, amenazante incluso,
remataban la monserga a su modo: “Que para otras cosas que yo me sé bien
que corres, sinvergüenza”).
Pero yo siempre me barrunté en estos encargos
un cierto olor a chamusquina, que el enviarnos a nosotros a donde la Conce
era por aquello de curarse en salud, de que a lo mejor, recelando del bochorno
y el consiguiente escándalo de una negativa rotunda por mor de la cuantía de la
deuda ya acumulada, a la tendera le costaría más resistirse al pedido si
íbamos la infantería menuda a pecho descubierto. Y la mayor parte de las veces funcionaba
la treta, doy fe de la buena. Eso sí, había un plazo de inexcusable
cumplimiento para saldar la trampa: los cinco primeros días de cada mes. Quien
no cumpliera a tiempo con la liquidación y puesta al corriente del pasivo
dentro del margen temporal establecido, la próxima vez se quitaba el hambre a bofetadas.
Otras veces no llevábamos ni lista: los chavales enfilábamos
hacia la tienda repitiendo el encargo como un mantra para que no se nos fuera a
olvidar alguna cosa, algo que podía reportarnos desagradables consecuencias a
la vuelta al redil: medio kilo de arroz, cien gramos de chorizo, una barra de
pan, una caja de cerillas; medio kilo de arroz, cien gramos de chorizo, una
barra de pan, una caja de cerillas; medio kilo de arroz, cien gramos de
chorizo… Al tercer recitado se producía un baile de productos y gramajes tal,
que ni mantra ni leches, aquello no había cristiano que lo entendiera, el
batiburrillo que se formaba era de cojones: cien gramos de arroz, medio kilo de
chorizo, una barra de cerillas, una caja de pan; medio kilo de cerillas, ¿cuánto
era de chorizo?, cien gramos de pan, una caja de arroz…
Cuando le soltábamos el despropósito de corrido con
la vista puesta en las golosinas como un francotirador con “mono”, la Conce nos
miraba con indulgencia y algo de pena por encima de las gafas de cerca como
pensando “ay, alma de cántaro”, y, a su modo, tras un somero proceso mental producto
de su acusado instinto fenicio y una pizca de sentido común, ponía mal que bien
orden y concierto en la inextricable demanda. Menos mal que la buena señora
atinaba casi siempre a descifrar con acierto el galimatías comercial, porque si llego
a presentarme algún día en mi casa con una barra de arroz o una caja de chorizo,
mi madre, o mi abuela, tanto monta, me las embute por el culo y les mete yesca con las cerillas.
La Conce llevaba las cuentas del negocio en una
mugrosa libreta de anillas llena de churretones de grasaza de sardina o
mortadela, pero con más exactitud y detalle en los números que un contable de
la mafia o un inspector de Hacienda en huelga a la japonesa. Antes de cada
apunte chupaba dos o tres veces la mina del lápiz de tinta (se le ponía la
lengua morada al momento, que daba una grima…) y anotaba en sucio en un
cacho de papel de estraza hasta el último céntimo de la compra. Luego ya lo
pasaba a “limpio” a la citada libreta.
Pues en tal emporio mercantil, ramo de ultramarinos,
subsector colmado arrabalero, en esos primeros días del mes en que las
mujeres acudían en tropel a saldar la trampa acumulada para que los balances
del comercio cuadraran y seguir manteniendo el crédito intacto al menos otro
mes más, se establecía la central del chisme y el rumor. Ninguna quería ser la última en
pagar para no andar luego en boca de todas durante el resto del mes, algo que
podía ser terrible dada la mala baba que campaba por el barrio a su libre
albedrío. Las había que aceleraban el paso con disimulo y hasta se echaban una
carrerita como quien no quiere la cosa para evitar el último puesto en cuanto
guipaban a alguna vecina camino de la tienda. Las más gordas, claro, solían llevar las de perder, pero había veces en que el miedo al escarnio parecía ponerles alas en los pies y las dotaba de una ligereza insospechada en fémina con semejante facha. Para tales ocasiones, la astuta tendera
tenía el detalle con las clientas de quitarse el mugriento mandil con el que
atendía a diario, e incluso se cardaba el pelo y se daba un poco de maquillaje
en las patas de gallo, algo de carmín en los labios y un toque de Myrurgia,
la colonia de salir, en cuello y escote.
-Y… ¿qué se sabe de nuevo? -inquiría como si nada alguna
comadre cuando se incorporaba al corrillo de deudoras con el monedero a punto y
echando el resuello por la falta de costumbre en el esprín. Tan inocente
pregunta (o no tan inocente, que casi siempre iba con segundas) tenía la
facultad de encender todas las alarmas, de abrir de repente, como pantano hasta
los topes y a punto de reventar, como esfínter atiborrado de gases
malsanos, como esófago con reflujo y ardores puñeteros, todas las compuertas
del chismorreo y la maledicencia. Allí ardía Troya todos los primeros de mes,
no se salvaba de la quema ni el “Tato”: que si esta pasea más de la cuenta por
delante de aquel con el escote en ristre y el culo respingón, la muy descarada,
que cualquier día le hacen un bombo y luego si te he visto no me acuerdo;
que si el gandul del Eugenio no da un palo al agua mientras la Mati se desloma
limpiando escaleras de sol a sol para que luego él se gaste las perras en la taberna jugando
al subastao, que mira que está tonta la Mati; que si han puesto una mercería nueva al ladito mismo
de la iglesia donde tienen hasta velcro, esa cremallera moderna de quita y pon;
que si a sor Adela le ha vuelto a dar un patatús de los suyos, pero esta
vez de los gordos, que ya veremos, ya veremos; que si esto y que si lo otro; que si patatín y patatán…
-¿Y qué me decís del mal nacío del Enrique
que m´ ha dejao al perro tuerto de una pedrá? -saltaba
alguna todavía con el sofocón en el cuerpo, echando chispas por los ojos y a
puntito de las lágrimas. El día que me lo encuentre y me lo eche a la cara, se
va acordar de la Patro, pero bien. Por estas -sentenciaba la susodicha haciendo el gesto de
jurar con los dedos cruzados sobre los labios y una ferocidad chunga de cojones
en la mirada.
De este tenor, y de otros peores, eran las chácharas
que sostenían junto al mostrador de la Conce las buenas señoras. Y ya tenían
temas más que de sobra para lo que restaba de mes.
Esos días se comía tarde en casi todos los hogares
porque, sin prestar atención a los relojes, cada una aportaba el chisme o sucedido que le parecía más jugoso y se
discutía la importancia de todos ellos hasta establecer una jerarquía de
interés en el cotilleo. ¡Pobrecito de quien fuera blanco de aquellas
lenguas viperinas, letales como navaja barbera en manos de sicópata, como hacha
con dos filos a disposición de verdugo, tal que alfanje sarraceno en manos de fanático! La finura y eficacia en el despelleje era de tal calibre y precisión que por
unas o por otras no quedaba en el barrio santo sin desvestir: le hacían un
traje a medida a cualquiera en menos que canta un gallo. Y el sambenito
consiguiente era perenne e indeleble. Vamos, que la víctima señalada no se lo quitaba de encima ni
con estropajo y agua caliente.
Bah, me río yo de esas tertulias televisivas de
ahora; no le llegan a esto pero es que ni a la altura del
zapato.
¿Y qué decir, Elías, sino que, como bien sabes, coincido contigo en estos fragmentos de inventario/notas para esbozar apuntes/retazos de memoria que respira en un pasado común --uno aquí, otro allá-- porque así era entonces este país nuestro?
ResponderEliminarAbrazo "colmao".
Fantástica crónica, como siempre, de lo cotidiano. ¡Cómo me he reído y reconocido en esa infancia! Me ha venido a la memoria un Colmao de Hervás, en el Barrio Judío, que era igualito, igualito, al que describes,
ResponderEliminarUn enorme abrazo, Elías.
Gracias, Isabel y Antonio, por vuestro comentarios. Sólo por ellos ha merecido la pena escribirla.
ResponderEliminarUn abrazo circular como rueda de arenques.