No había manera de pillarle en un renuncio, ni despistado, ni con la guardia baja.
Entre la cuadrilla de asiduos al vermú y las aceitunas machacás, existía una conjura -y una jugosa “porra”, basada en la fecha del día de autos- para ver quién era capaz de colarle alguno de esos chascarrillos que tanto contribuyen al regocijo de los ociosos junto a la barra de un bar.
-Veréis, veréis -decía algún incauto todos los días-, hoy le pillo: -¿Qué hora es, Manolo? -le preguntaba al sujeto, sabiendo todos que eran las cinco.
Se esperaba la respuesta como agua de mayo para espetarle de corrido, y a coro jocoso, el famoso pareado.
Y el tío, cachazudo y sereno, con cierta sorna, respondía: -Entre las cuatro y las seis.
Luego, apuraba su café y se largaba dejándonos con una cara de imbéciles que pa qué.
Y seguramente lo éramos, porque al día siguiente, y al otro, y al de más allá (la estupidez humana no conoce límites), se producía la misma y porfiada pantomima.
Con distintos concursantes pero idéntico resultado.
Allí, bien se ve, el único que disfrutaba con aquella bufonada chusca era él.
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