sábado, 8 de septiembre de 2012

Adiós, Cristóbal, adiós


Como de tantas otras cosas, a través del blog de Antón Castro acabo de enterarme de la muerte de Cristóbal Serra, uno de esos “raros” necesarios que, sumidos en su rincón, van destilando una literatura que no hace más que subir de valor según transcurre el tiempo.
Supe de él y de su obra -callada, tenaz- hace ya unos quince años gracias al entusiasmo de un amigo. Conseguí algunos de sus libros (Ars Quimérica, Efigies, Nótulas, Las líneas de mi vida…) y la lectura de todos ellos hizo que no tuviera más remedio que darle la razón a mi amigo, que, por otra parte, casi siempre la tiene cuando me recomienda algo.
Esos pocos volúmenes ocupan un pequeño hueco en mi biblioteca, pero no, desde luego, de los menos importantes y queridos.

Ya no podré enviarle esa carta que aún estoy escribiendo en mi mente y que nunca me atreví a llevar al papel para que sus manos la acogiesen.

Mis terrores

   A mí, morder la pulpa del membrillo, entre acidulenta y correosa, me produce siempre una especial dentera. Apenas he hincado el diente, la abandono, porque, además, la temo. Me da espanto su enorme poder astringente y su sabor paradisíaco me aterroriza, pues, me parece que, por ser algo fuera de lo terreno, me está vedado.
   Lo que admiro del membrillo es su acidez sin fondo, que ni azúcares ni mieles logran disipar. Hay acideces que no se palían y ésta del membrillo es una de ellas. Además, nada menos empalagoso que el membrillo: te deja la boca más limpia y menos áspera que la azarola.
   Hay escritores que tienen de membrillo y de azarola y en éstos la fragancia jamás es empalagosa.

(De "Diario de Signos". En Ars Quimérica, Bitzoc, 1996)

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