Es curiosa la manera en que se manifiestan a veces los recuerdos de la infancia, ese oculto poder que tienen a su disposición y ante el que sólo podemos rendirnos, las más de las veces, sin condiciones que valgan.
Hoy, por ejemplo: mientras iba por la calle camino de mis quehaceres matutinos (una kafkiana gestión municipal, tomar un café con mi amigo Luis -él toma té con limón-, acercarme a PuntoAparte a ver si ya había llegado el libro que pedí, reclamar contra una abusiva comisión bancaria…), he visto carámbanos en los aleros y, en un reflejo automático, como de perro de Pávlov, las yemas de mis dedos, mis orejas, han recordado de golpe los crueles sabañones de los inviernos de antes, cuando el frío sí que era una cosa seria y no estos inviernos cobardes y comodones de ahora, que parece que les diera vergüenza molestarnos o se hubieran vuelto perezosos para bajar de los 0º.
El ataque ha sido tan imprevisto, virulento e inmisericorde, que he tenido que pararme en mitad de la calle y rascármelas a conciencia, a dos manos con ritmo sostenido, y con los ojos casi en blanco por el placer de atenuar el picor.
La gente que pasaba junto a mí me miraba de una forma muy rara mientras se apartaban de mi lado, discretamente algunos, con prisa y aprensión los más por si las moscas.
No fuera a ser contagioso.
A mí me pasa porque hablo mucho.
ResponderEliminarCuando viví en ciudades grandes no me pasaba esto, pero ahora que vivo en la quinta ciudad más poblada de la Comuninat Valenciana, tengo más cuidado con las máscaras que uso.
Buena uerte, amigo.
Saludos.
Es curioso, ciertamente, pero si lo cuentas tú, la curiosidad se convierte en una sensación real, casi palpable. "Contagias" espléndidamente.
ResponderEliminarUn beso, Elías.