Hacía mucho tiempo que no me tropezaba con esta escena de hoy: una mujer en el patio de su casa con un pañuelo viejo en la cabeza, delantal, alpargatas, y, en la mano, el azotador de mimbre para sacudir de las alfombras del invierno esa caspa invisible de polvo y pavesas, de huellas y pisadas, de miguitas y cenizas... residuos minúsculos e inútiles que el tiempo del frío deposita sobre ellas, silenciosos y leves.
Ha sido verla fugazmente mientras pasaba por delante de su puerta abierta, y el resorte de la memoria, como un mecanismo rancio y oxidado al que le hubieran puesto aceite limpio y dado cuerda de nuevo, ha empezado a desperdigar ante mis ojos, como fotogramas en sepia de un viejo rollo de película pasados a cámara lenta, otros muchos personajes de la vida de entonces, gentes y profesiones ya arrumbadas por la técnica y el progreso en una esquina de la vida y caídos casi en el olvido: el que estañaba las sartenes y pucheros con un soplete tosco que más parecía instrumento de tortura que herramienta sanadora; el que iba por las casas vendiendo hielo con la barra al hombro y el picahielos en la cintura -tal un espadín de juguete-; la viuda con zapatillas negras de paño que tiraba del carrito de las berenjenas en vinagre y las aceitunas y las guindillas (encurtidos y variantes, le decían a estos productos, a esta industria); el tendero de colmao con el mandil a rayas verdes y negras…
Y por último, y en una extraña asociación mental con el acto de azotar, también se me han venido a la mente los que vareaban la lana de los colchones en patios, aceras y descampados cobrando su labor en moneda o en especie.
Copio, pego, me autoenvío y luego imprimo y leo en papel.
ResponderEliminarUn largo inventario que acabará por perderse cuando se pierda nuestra memoria. Según te leía, los he ido viendo a todos con la nitidez de la mejor tecnología.
ResponderEliminarUn abrazo.