Según voy cumpliendo años (cada vez más deprisa, que parece mentira cómo pasa el tiempo), me voy despojando de adjetivos, de objetivos; la reducción a lo simple parece ser la meta de lo que escribo, de lo que soy.
Claro, que conseguirlo ya es harina de otro costal.
Acaso lo que llamamos madurez no sea más que esa edad en la que aprendes, y te resignas, a aceptarte como eres, mal que te pese.
Se llega a una edad en la que es mejor no tener trato con las promesas; porque justo en el momento en que las pronuncias para los demás o te las propones a ti mismo, da igual, se convierten como por arte de magia en armas de doble filo con las que es imposible no cortarse, en vacuos propósitos que sabes a ciencia cierta que no vas a ser capaz de cumplir.
Siempre tan reales, vivos y evocadores, así son tus textos.
ResponderEliminarHasta pronto.
Pues sí, Elías, las promesas resultan un tanto ridículas a estas alturas de la película, valga el símil ahora que escribo a la altura de "Testigo de cargo".
ResponderEliminarUn saludo