Los
acontecimientos más importantes de los últimos tiempos de la vida de Gervasi no
tienen nada de particular. El primer perro que tuvo, hecha la casa y plantada
la viña, se murió de viejo, sin novedad. Las últimas añadas no fueron buenas.
El vino había subido. Elaboraba un vino tan bueno que en Palafrugell, cuando la
gente quería dar a entender su calidad, guiñaba el ojo. Poseía además a Secretari. Un día, hacia el atardecer, se
paseaba por la hilera de cepas y arrancaba una hierba al azar. De repente oyó
un ruido entre los pámpanos y vio la cara de un perro mestizo. Era un perro como
hay miles en nuestro país, con manchas, sin forma definida, rabón, seco como un
clavo. Cuando lo tuvo cerca le dijo: -¿Qué quiere este secretario?
El
perro movió la ínfima parte de la cola que le quedaba e hizo la acción de
apoyarse, con las patas, sobre Gervasi. Se miraron mutuamente con buenos ojos. Cuando se cansó de arrancar hierbas, se
dirigió a la casa. El perro le siguió, optimista, con una seguridad notable. Le
puso el nombre que primero le dio: Secretari.
La palabra Secretari evocaba en
Gervasi, como en toda persona libre y rústica, la visión de una manera de ser:
aguda, famélica y hábil. El nombre resultó exacto.
El
perro era muy ladrón perro muy correcto con el amo. Hacía salidas para matar el
hambre y volvía, harto, paso a paso. Entraba en las casas de payés, abría los
capachos de los jornaleros, sacaba las piezas del morral de los cazadores. Con
el amo era tan considerado, que si por toda comida le daba un caracol crudo,
también se lo comía. En este caso le hacía, sin embargo, poca compañía: huía,
en efecto, a buscarse la vida en otro sitio. Cuando se sintió un poco más
satisfecho tomó otro aire. Dejó de ladrar, con la furia de antes, a la gente
que pasaba. Les veía venir, ahora, fuesen curas o mendigos, autos o tartanas,
con una indiferencia insondable. También se calmó mucho el vigor de la bestia y
consideró las miserias carnales con un desprecio aristocrático. No pudo, sin
embargo, dejar de robar. Un vecino, que era del somatén, cansado de encontrar
la despensa solitaria, dijo que se lo diría al cabo. En fondo a todo el mundo
le gusta que su perro sea un poco ladrón. Es una prueba de vitalidad y de
inteligencia canina casi tan eficiente, como, para un hombre, tener una cuenta
corriente en un banco. A Gervasi, secretamente, le gustaba.
-¡Conviene
que hiles fino, Secretari! -le decía
riendo-. Tienes un diente muy afilado y el Gobierno tomará cartas…
Josep Plá (El
cuaderno gris)
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