jueves, 20 de junio de 2013

La operación (4)



Desde luego, buena pinta no tenía el tema, no. Bastante más tarde del reconocimiento (ahí tuve que empezar a sospechar, yo, que me las daba de astuto), y tras una inusual y larguísima espera adobada con una también desacostumbrada retahíla de circunloquios y vaguedades, oí las enigmáticas y poco alentadoras palabras que certificaron mi infantil condena: Quiste hidatídico. Como si me hubieran dicho fusión nuclear, literatura comparada, fenomenología del espíritu o materialismo dialéctico. Ni puñetera idea, vamos.

Por aquel entonces, yo sólo entendía de cromos, canicas, chapas de ciclistas o futbolistas o batallas a pedradas contra los de las otras calles, unos pedorros, dicho aquí entre nosotros. Y para que el diablo no se ría de la mentira, también diré que mostraba un cierto interés por los pechitos revoltosos y las respingonas nalgas de una chavalilla del barrio, la Chelo, que vivía un par de casas por debajo de la mía y que ya me hacía un inconcreto y como placentero tilín. Pero aquello del quiste con apellido sonaba chungo, muy chungo, casi como cadena perpetua y mazazo del juez para corroborar la sentencia sin posibilidad de recurso. En cuanto tuve ocasión me fui cagando leches a la enciclopedia a ver qué coño era eso del quiste de los cojones. Lo que allí me encontré no resultó muy alentador que se diga:

Quiste hidatídico. Enfermedad parasitaria grave provocada por vermes de la clase de los cestodos del filo de los platelmintos, parásitos invertebrados que anidan en el intestino de muchos animales, domésticos o no, entre ellos, los perros.

¡¿Cómo?! ¡Pero si nosotros ni siquiera teníamos perro! Yo no entendía nada. Lo leí otra vez por si acaso, pero aquello estaba bien clarito: Vermes de la clase de los cestodos del filo de los platelmintos. ¡La madre que parió a Panete! ¡Te cagas en las bragas, tú!¿Acojona o no?

A raíz del diagnóstico del Dr. Carmona (nunca supe su nombre pila, pero recuerdo sus ojos bondadosos, su voz grave y bien timbrada, sus maneras tiernas y firmes al tiempo, el caramelo de regaliz o menta que me daba mientras me empujaba suavemente sacándome del despacho para hablar con mi madre a solas…) tuve que quedarme ingresado por segunda vez, a la fuerza ahorcan, en el Hospital del Rey, en Chamartín. 

Me pegué una buena panzada de llorar, para qué os voy a mentir, no me importa confesarlo aunque sufra mi prestigio de malevo: aquella misma tarde tenía una importante partida de chapas con la pandilla del barrio en un desmonte próximo a mi casa y donde habíamos previsto una etapa del Tour de un recorrido bastante exigente con pendientes traidoras y falsos llanos rompepiernas, una jornada no apta para velocistas pusilánimes ni mediocres rodadores. O quizás fuera una cronoescalada, la verdad es que no me acuerdo bien, aunque tampoco importa mucho el detalle. Lo que sí recuerdo a ciencia cierta es que no aparecer por el control de etapa, justo después del paréntesis de la siesta (que entonces me parecía una inútil y absoluta pérdida de tiempo, hay qué ver lo tonto que estaba, con el cariño que le cogido después) y el pan con lo que fuera merienda, y para lo que no había excusa que valiera (esto lo llevábamos a rajatabla, que entre los niños el honor también cuenta), significaba abandono y expulsión fulminante de la carrera con la inevitable consecuencia de perder el maillot amarillo que tantos sudores me había costado conseguir durante las jornadas previas.

Continuará...
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario