Desde
luego, buena pinta no tenía el tema, no. Bastante más tarde del reconocimiento (ahí tuve que empezar a sospechar, yo, que
me las daba de astuto), y tras una inusual y larguísima espera adobada con una
también desacostumbrada retahíla de circunloquios y vaguedades, oí las enigmáticas
y poco alentadoras palabras que certificaron mi infantil condena: Quiste hidatídico. Como
si me hubieran dicho fusión nuclear, literatura comparada, fenomenología del
espíritu o materialismo dialéctico. Ni puñetera idea, vamos.
Por
aquel entonces, yo sólo entendía de cromos, canicas, chapas de ciclistas o futbolistas
o batallas a pedradas contra los de las otras calles, unos pedorros, dicho aquí entre nosotros. Y para que el diablo no se ría de la mentira, también diré que mostraba un cierto interés por los pechitos
revoltosos y las respingonas nalgas de una chavalilla del barrio, la Chelo, que
vivía un par de casas por debajo de la mía y que ya me hacía un inconcreto y como
placentero tilín. Pero aquello del quiste con apellido sonaba chungo, muy
chungo, casi como cadena perpetua y mazazo del juez para corroborar la
sentencia sin posibilidad de recurso. En cuanto tuve ocasión me fui cagando
leches a la enciclopedia a ver qué coño era eso del quiste de los cojones. Lo que allí me encontré no
resultó muy alentador que se diga:
Quiste hidatídico. Enfermedad
parasitaria grave provocada por vermes de la clase de los cestodos del filo de los
platelmintos, parásitos invertebrados que anidan en el intestino de muchos animales,
domésticos o no, entre ellos, los perros.
¡¿Cómo?!
¡Pero si nosotros ni siquiera teníamos perro! Yo no entendía nada. Lo leí otra vez por si acaso, pero aquello estaba bien clarito: Vermes de la clase de los
cestodos del filo de los platelmintos. ¡La madre que parió a Panete! ¡Te cagas en las bragas, tú!¿Acojona
o no?
A
raíz del diagnóstico del Dr. Carmona (nunca supe su nombre pila, pero recuerdo
sus ojos bondadosos, su voz grave y bien timbrada, sus maneras tiernas y firmes
al tiempo, el caramelo de regaliz o menta que me daba mientras me empujaba
suavemente sacándome del despacho para hablar con mi madre a solas…) tuve que
quedarme ingresado por segunda vez, a la fuerza ahorcan, en el Hospital del
Rey, en Chamartín.
Me
pegué una buena panzada de llorar, para qué os voy a mentir, no me importa
confesarlo aunque sufra mi prestigio de malevo: aquella misma tarde tenía una importante
partida de chapas con la pandilla del barrio en un desmonte próximo a mi casa y donde habíamos
previsto una etapa del Tour de un recorrido bastante exigente con pendientes traidoras
y falsos llanos rompepiernas, una jornada no apta para velocistas pusilánimes
ni mediocres rodadores. O quizás fuera una cronoescalada, la verdad es que no me acuerdo bien, aunque tampoco importa mucho el detalle. Lo que sí recuerdo a ciencia cierta es que no aparecer por el control de etapa, justo después del
paréntesis de la siesta (que entonces me parecía una inútil y absoluta pérdida de tiempo, hay qué
ver lo tonto que estaba, con el cariño que le cogido después) y el pan con lo que fuera merienda, y para lo que no
había excusa que valiera (esto lo llevábamos a rajatabla, que entre los niños
el honor también cuenta), significaba abandono y expulsión fulminante de la carrera con la inevitable consecuencia de perder el maillot amarillo que tantos sudores me había costado conseguir durante
las jornadas previas.
Continuará...
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