Cuando
vi llegar a la enfermera a la consulta como haciéndose la tonta y como si yo,
además de por el hecho de ser un crío tuviera que ser también imbécil
(delataban sus funestas intenciones una jeringuilla de cristal asomando
amenazante por el bolsillo de la bata y un lunar piloso y repelente en el
pómulo derecho), empecé a temerme lo peor. En efecto, no me equivocaba, era lo
peor: por decirlo suavemente, aquella enfermera y yo no acabamos de caernos
simpáticos en los casi cuatro meses que permanecí en aquella santa casa.
Nos
llevábamos a matar, la verdad sea dicha. Fue como un flechazo de antipatía mutua lo que hubo entre ambos en cuanto nos
echamos la vista encima y sopesamos casi al vuelo las mutuas habilidades y posibles puntos flacos, lo
que podíamos esperar el uno de la otra y viceversa. Un flechazo (y no asestado por Cupido precisamente) que nos atravesó de parte
a parte y provocó de buenas a primeras destrozos irreparables en la obligada
relación que tendríamos que mantener a partir de entonces bien a nuestro pesar. Sobre todo, el mío.
Yo
era pequeño, vale, pero astuto y bravucón, curtido en los sinsabores y códigos
de supervivencia callejeros; lo malo del asunto es que ella era arisca y robusta
(a ojo de buen cubero, calculo que andaría entre sus buenas siete u ocho arrobas, aunque puede que
me quede corto en la valoración) y más matona todavía, con una experiencia y
antigüedad en el ramo de varios quinquenios a cuestas. Así que las
hostilidades, estaba cantado, empezaron casi de inmediato y sin tregua: una blitzkrieg, una guerra relámpago como la
de los alemanes cuando invadieron Polonia sin previo aviso. Y al igual que en el 39, y como era de esperar, el panzer teutón (ella) llevó casi siempre todas las de ganar en su desigual
enfrentamiento contra la romántica caballería polaca (yo).
Eso
sí, en tan aciago día, y para ir marcando territorio frente a aquella amenaza
con bata, no me rendí de buenas a primeras, no, menudo era mi menda: para
lograr su propósito, mi madre tuvo que emplearse a fondo y suministrarme una
variada ristra de tortazos y soplamocos hasta derrumbar mis defensas (y aunque era una experta atizadora,
aquella vez lo hizo muy a su pesar, lo sé. Más tarde lo negaría, pero puedo
jurar que entonces vi asomos de lagrimillas en sus ojos azules mientras me
sacudía a modo el pellejo para que la soltara de una puñetera vez) porque yo me
agarraba como un poseso a lo que fuera (a ella, a la mesa del médico, al
armatoste de hierro con el archivo de los historiales, a los marcos de las
puertas…) resistiéndome con ahínco y fiereza a la reclusión forzosa en el hospital
y a caer en poder de la harpía. La tal, entretanto, parecía afilar el pico y las garras y
relamerse de gusto ante su nueva y tierna víctima contemplando el grotesco
espectáculo, el dramático sainete que estaba teniendo lugar en el despacho del galeno. Igual
que el médico con mis pulmones, se conoce que ya me barruntaba yo algo chungo con aquella tía.
Continuará...
Magnífico, Elías, un placer leerte siempre.
ResponderEliminarSaludos