Aun
hablando en voz baja, o eso creíamos nosotros, el guirigay que allí se formaba
entre madres y chiquillos de uno y otro sexo era más que considerable; escándalo
que apenas se tomaba un respiro cuando alguna celadora desabrida
(con cofia si seglar; con toca si religiosa, que siempre impone más respeto) abría
de golpe la puerta de cristal esmerilado que separaba la sala de espera del
pasillo de las consultas de los diferentes especialistas, y chistaba
imperiosamente con el índice perpendicular a los labios (clavadita la tía en el
gesto, aunque bastante más fea, dónde va a parar, a esa otra de la foto típica de los hospitales
para pedir silencio al personal) mientras lanzaba en rededor una mirada
furibunda a la par que amenazante. Ante aquella súbita y arisca aparición el bullicio quedaba en
suspenso, como acobardado, y el silencio se hacía de golpe. Por poco tiempo,
claro; en cuanto la perra guardiana escupía la reprimenda pegando cuatro gritos groseros (un muy aparente bozo, más tupido y acosejable de lo aconsejable en rostro femenino afeaba de cojones su labio superior aportando un plus de fiereza a la orden) y se daba la vuelta satisfecha
de su demostración de autoridad mientras cerraba la puerta con una agria mueca de desdén (se conoce que no le agradaba sobremanera aquel cometido de cancerbera para domeñar al populacho) y un revuelo repelente de la falda, los críos proseguíamos con
nuestras trastadas y las mujeres retomaban las conversaciones en el punto
exacto donde las habían dejado. Digo
conversaciones cuando en realidad eran más reñidas pláticas con las que parecían
competir, alzando la voz progresiva y paulatinamente, para que la enfermedad de
su retoño, se tratara ésta de la que se tratase, lograra ser reconocida por el resto de
contendientes como la más peliaguda y pesarosa de cuantas allí se padecían.
Y
cuando las demás madres, después de sopesar sesuda y gravemente síntomas,
duración del mal, proceso y evolución de las dolencias propias del mismo y resultados
de los tratamientos aplicados al efecto, se daban por vencidas y asentían con
un penoso cabeceo de solidaridad y aprobación de sus indudables “méritos”, la
mamá ganadora capturaba a su vástago en un santiamén de entre el tráfago de
mocosos y lo apretaba contra sí con un riesgo más que probable de lesión
costillar del infante. Como si fuera un valioso trofeo conquistado después de
arduos combates y sinsabores. En aquel breve momento de gloria, sus rivales hubieran
tenido que matarla para arrancárselo del pecho.
“El
abrazo de la mamá gorila” le decíamos los chaveas a aquella efusión maternal y sanitaria.
Continuará...
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