Dos
meses después de pasar mi primera noche allí, una mañana me despertaron a
deshora, quiero decir antes que al resto de camaradas de encierro y pesadumbres. La Asun, acompañada de
un forzudo con bigote y rizos rubios al que nunca había visto antes (se daba un aire a Harpo Marx porque además tampoco hablaba) y mi madre, que me miraba
llorando otra vez (lloraba cada vez que iba a verme, lo que no contribuía a
levantarme el ánimo que se diga, que digo yo si no podía venir ya llorada de casa), me
llevaron a otro edificio
del hospital. El musculitos, sin decir ni pío, me arrancó de la cama como quien se saca un moco o se tira un pedo y me plantó en un santiamén en la camilla que traía con él. No me dejaron ni desayunar.
Nada
más entrar en el nuevo pabellón me despojaron del pijama dejándome en cueros, me cubrieron las vergüenzas con una sábana tiesa, y hala, para adentro: yo, iluso de mí, pensaba en más
radiografías, más análisis, más jarabes, pero cuando el tío del bigote y yo (los dos solos, que mi madre y la Asun se quedaron fuera) atravesamos una puerta en
cuyo dintel se podía leer la palabra quirófano en letras bien gordas, con mis
pocas entendederas comprendí que el día se me había torcido, pero bien. Es lo que tiene la rutina hospitalaria, que acabas sabiéndotelas todas: en cuanto te sacan de ella, y como no sea para darte el alta, las vas a pasar canutas, seguro.
Dentro
del quirófano, de charleta amigable entre ellos, había un grupo de médicos y
enfermeras que apenas desviaron la mirada cuando entramos mi mudo portador y yo. Harpo, haciendo otra vez gala de su poderío físico,
me levantó de la camilla y me trasladó ipso facto a lo que luego supe que se llamaba “mesa de operaciones”. En cuanto aterricé en ella encendieron un potente foco circular con un montón de
luces encima de mí, y uno de los de la bata verde se me acercó decidido mientras los demás
tomaban posiciones ya embozados con las mascarillas y las enfermeras enredaban con el instrumental que había en una mesita
auxiliar al lado. Con todos aquellos elementos alrededor casi me figuré encontrarme en una nave marciana y que los alienígenas que me rodeaban estuvieran a punto de diseccionarme. Decir que estaba acojonado es poco: me entró un desasosiego de intestinos que me costó un mundo sujetar. Era lo que me faltaba, vamos, cagarme en el quirófano delante de la peña. Más munición para la Asun.
-A
ver, chaval, ¿sabes contar? -me interrogó el extraterrestre que tenía más cerca. Cuando
asentí con la cabeza, porque la voz no me llegaba a la garganta ya que toda la fuerza la estaba empleando en sujetar el esfínter, supongo que como consecuencia del acojone ya citado, me dijo que contara para atrás desde cien cuando él
me lo dijera. Sentí un pinchazo en el dorso de la mano y, casi al instante, el
mandato de empezar con la aritmética al revés. Creo que no llegué ni al noventa antes de sumirme por completo en las tinieblas del sueño. No me dio tiempo ni de ponerlos a parir mentalmente.
Desperté
horas más tarde muerto de sed, con la boca seca como un zapato (si serían
cabrones, que pedí agua como pude con un hilillo de voz y me trajeron zumo de limón al natural, ni
siquiera con un poquitín de azúcar, que no creo yo que les hubiera costado mucho
echarle una cucharadita. Y encima tardaron un huevo) y una tirantez en pecho y
espalda que casi me impedía cualquier movimiento que no doliera. De mi pobre
cuerpo lacerado salían dos apéndices tubulares de goma (parecía un cyborg de esos de las pelis de ciencia ficción) que iban a parar a un asqueroso
recipiente situado a la vera de la cama. A esas gomas sanitarias les llamaban
drenajes, pero a mí, excepto en el color (marrón caguetilla contra naranja
fosforito), lo que me parecían eran primas hermanas de las de la bombona de butano.
Lo
que recuerdo con más pavor del posoperatorio fue el día que me quitaron los
tubos de cyborg (que pensé que me iba a desinflar como un globo cuando me los sacaran) y me cosieron
los puntos para cerrar los boquetes. Con el de la espalda, chulo que es uno, es
que ni me enteré, yo creo que silbé y todo. Pero el pespunte del de la tetilla todavía lo tengo presente como una de
las experiencias más terroríficas de mi vida. En favor del personal sanitario debo
decir que tuvieron el detalle de avisarme para que no mirara y pensara en cosas
bonitas y agradables (menuda gilipollez: a ver quién es el guapo que se pone a
pensar en esas memeces cuando sabes a ciencia cierta que te van a putear de lo
lindo), pero yo no podía apartar la vista de aquella aguja curva que se
acercaba inmisericorde a mi pobre cuerpecillo y de la que colgaba un siniestro
hilo negro.
¡Virgen Santísima de las Angustias Divinas y el Consuelo Redentor, qué dolor más doloroso cuando la aguja hizo carne! Y encima, como no me
estaba quieto, no acertaban con el sitio correcto y me pincharon qué sé yo las
veces. Como lamentos de fantasma, como sonidos de ultratumba, como ulular de ánimas en pena aún deben de estar resonando por pasillos y consultas los espantosos gritos que pegué en aquella terrible mañana de diciembre.
Por
buscar algo bueno al asunto, que el que no se consuela es porque no quiere, por
lo menos no fue la Asun la encargada de la costura epitelial. Si la llego a ver
avanzando hacia mí con la aguja doblada en
ristre, a buen seguro que no estaría ahora aquí contando estas cosas porque fijo que me
hubiera dado un infarto sin marcha atrás.
Continuará...
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