De regreso a mi habitación en el hospital, que compartía con otros cinco desgraciados camaradas de infortunio, y exceptuando
unos días de permiso que me concedieron para pasar las navidades en casa, entre unas cosas y otras me chupé casi dos meses más de encierro y condena (allí lo
llamaban “recuperación”) en aquella santa casa hasta que me dieron el alta
definitiva. Lo
de “santa casa” viene a cuento porque aparte de unas pocas enfermeras seglares cortadas
por el mismo patrón de la nazi y feas de cojones, que parecían desechos de
tienta, solteronas resabiadas cual vaquillas de capea, casquería
mujeril, el resto del personal femenino eran religiosas, ignoro de qué orden: cocineras, limpiadoras, celadoras, más enfermeras... que también parecían
rivalizar en su mayoría con las de paisano en ver cuál de ellas podía ser más puñetera e hija de su madre con los pobres infantes allí confinados sin
escapatoria posible.
En
perfecta consonancia con la aciaga sociedad nacional-católica de la época, aquello,
más que hospital infantil parecía una mezcla diabólica de hospicio, cuartel y
convento surgida de alguna mente enfermiza: misa obligatoria los domingos y
fiestas de guardar, disciplinas varias durante el día, juegos vigilados muy de
cerca, castigos a tutiplén a la mínima, tajante separación de sexos y horarios
rígidos y ridículos, arbitrarios a más no poder. Sólo nos faltaba hacer la
instrucción (los chicos) y sus labores (las chicas). La alegría de la huerta,
vamos. La
psicología infantil no parecía ser una especialidad bien vista en aquella
institución. Es más, yo diría que ni siquiera habían oído hablar de ella. Todo
eso de la piedad, la bondad, o la caridad cristiana, como que se les había
olvidado. Claro,
como nunca lo ponían en práctica como se debe, es de comprender.
Aparte
de lo antedicho, y por ir acabando ya, que lo poquito agrada y lo mucho cansa, conservo de aquellos lances y
desventuras un costurón muy aparente que va en
horizontal y con un leve declive desde los aledaños del pezoncillo izquierdo hasta casi la mitad de la espalda en dirección a la columna. Durante
mucho tiempo me avergoncé de aquella “herida de guerra” y no me atrevía a
mostrarla, la escondía como si fuera un baldón, pero cuando llegó a mis oídos que
a muchas chicas les ponen estas cosas de las cicatrices (mentira cochina, dicho sea de paso, no os lo creáis), a
las primeras de cambio, y con cualquier miserable excusa (que si, uf, qué calor hace, ¿no?, que si toma, te la regalo, que sé que te gusta...), me quitaba la camiseta para que las chavalas pudieran verla
y aun admirarla de cerca. Y cuanto más de cerca, mejor. Hombre, más
que nada por si sonaba la flauta y con la tontería pasábamos a mayores.
Que,
todo hay que decirlo, ay, infelice de mí, no sonaba casi nunca, porca
miseria, tanto sufrir para nada.
Redondo, Elías: bien tramado y excelente escenificación. Puede respirarse el ambiente sórdido de los hospitales e internados de la época. Le paso el enlace de la historia a un buen amigo que también sufrió una intervención en su adolescencia por la misma causa. Seguro que se identifica.
ResponderEliminarAbrazos.
Gracias, Antonio, por tus siempre cariñosos comentarios.
ResponderEliminarAhora, a ver si me recupero de esta entrada "muy larguísima" como dice un amigo mío para enfatizar por partida doble.
Y espero que al tuyo también le agrade.
Abrazo "lastimoso". O "lastimero", no sé.