Pero, si
no eres un memo o un papanatas de nacimiento, que entonces no hay nada que hacer, es atributo esencial de la
infancia rebelarse ante lo impuesto por la fuerza. Y a ello nos dábamos con ahínco en la medida de nuestras escasas posibilidades los ingresados allí. El hospital estaba dividido en dos
secciones denominadas coloquialmente “la de los de pulmón y la de los de
corazón”. Y como si los afectados por alguna patología de uno u otro signo
fuésemos forofos acérrimos del Madrid o del Atleti un día de derby liguero, tampoco nos tragábamos
mucho que se diga y nos liábamos a mamporros unos con otros a las primeras de cambio. Allí, claro, lo sabían perfectamente: las colas que se
formaban todos los días a las mismas horas para suministrarnos las pastillas y los
jarabes tenían que hacerlas procurando que no coincidiéramos en ellas los de uno
y otro bando. Hasta en el comedor había turnos diferentes en desayuno, comida y
cena para que la cosa de la pitanza transcurriera en paz.
Pero
como la burricie y la estupidez también son consustanciales al género humano en
todas las etapas de la vida, en vez de aliarnos contra nuestros kapos con bata, que hubiera sido lo de sentido común, gastábamos las energías en sacudirnos
entre nosotros, en dirimir mediante absurdas batallas nocturnas una especie de guerra
larvada. Batallas alimentadas durante el día en súbitas y ocasionales
escaramuzas que, como golpes de mano bélicos, nos propinábamos unos a otros, ya se ha dicho, a
la menor ocasión.
Las
fuerzas numéricas entre pulmonares y cardíacos solían andar parejas, y aunque
había veces en que gracias a las altas y permisos alguno de los bandos superaba
ampliamente al otro, era este de la paridad de efectivos un factor muy a tener
en cuenta si queríamos salir triunfantes, o al menos no malparados, en las trifulcas.
En
nuestro ejército "pulmonar”, los que perdían el resuello a las primeras de
cambio en las refriegas cuerpo a cuerpo (los asmáticos confesos, los enclenques
de chicha, los gallinas de por sí…) eran destinados a labores de espionaje e
información: localización de objetivos, vías de ataque y escape, posibles sabotajes
en las trincheras enemigas para minarles la moral… Con toda aquella información a mano, la cosa se nos
figuraba coser y cantar, un voy y vengo, un ve calentando la comida que
enseguida estoy allí. Por riguroso turno enviábamos comandos noche tras noche para
asaltar sus posiciones en busca de cualquier botín: ocultación de medicamentos,
requisa o saqueo inclemente de ropa, zapatos y provisiones, embadurne de
betún, empape de literas… Es
evidente que no siempre salíamos con bien de todo aquello: los sufrientes de la víscera cordial se
defendían con astucia y valor de nuestras acometidas e incursiones, cuando no eran ellos los
que irrumpían en tropel en nuestras defensas con descaro y arrojo.
Lo
peor, con todo, no eran esas refriegas a deshora de las que a veces salíamos
trasquilados y con el rabo entre las piernas: lo peor era sortear indemnes una
especie de zona muerta, de tierra de nadie, un terreno desmilitarizado, un,
diríamos, checkpoint Charlie donde
estaba el cuarto de guardia de las enfermeras como puesto fronterizo entre las
dos secciones. En aquellos pasillos desolados era casi una temeridad
aventurarse de noche, pues reinaba en ellos una oscuridad amenazadora que apenas
lograba mitigar el minúsculo resplandor aportado por los globos de cristal
traslúcidos que colgaban de los techos: lámparas que daban una luz de pena,
pobretona y sucia, con un asqueroso color como de mantequilla calentada de
sopetón, como de calzoncillo con muchas puestas seguidas, algún "adorno" indeseado y falto de agua y
jabón.
Las
enfermeras, sabedoras de nuestra inquina mutua (ellas también tenían servicios
de información; y muy buenos, por cierto), solían estar vigilantes. Había que
pillarles muy bien las vueltas para esquivar su ojo de lechuza, su olfato de sabueso, su radar de murciélago. Pero había noches
en que, aburridas, aflojaban el celo en
la alerta, yo sospecho que a propósito, para divertirse un rato a nuestra costa
y hacer más entretenida la guardia forzosa. Pasado
este punto ya no había vuelta atrás, había que completar la misión sí o sí,
retroceder no era una opción porque el repliegue hubiera significado encontrarnos entre dos fuegos y con los flancos al descubierto.
Uno
de los botines preferidos de las razias
nocturnas en campo contrario eran los suministros que las madres aportaban con
generosidad, y aun exceso, los días de visita. Todos los domingos, las madres (pelo
recién cardado, exceso de carmín y colorete, colonia a granel…) llegaban en manadas bien
surtidas de provisiones: tabletas de chocolate, alguna muda limpia,
magdalenas caseras, rodajas de chorizo o jamón… Esto último estaba prohibido,
pero la mayoría de ellas estaban más que versadas en pasar los controles sin que les
detectasen el fiambre de contrabando. Y, sobre todas estas viandas tan caras al paladar infantil, los también muy
necesarios soportes "espirituales" tan propios de la edad: cromos, canicas y tebeos, muchos tebeos. ¡Me
habré leído yo pocos Pumbys, Jabatos y tebeos del TBO! Y de gorra y por la cara, porque lo
que es mi madre no me llevaba ni uno. Ella era más de yogures y jerséis, de calcetines y bufandas. En
cuanto las mamis se iban, empezábamos con el mercadeo a lo pobre: te cambio
esto por eso, te doy diez bolindres por media tableta, el bocata chorizo por
un Guerrero del Antifaz…
Ahora
que lo pienso, veo que aquello fue como una especie de entrenamiento para la
mili, donde también se las tenían tiesas de común veteranos y “conejos” y las escaramuzas nocturnas eran bastante más cruentas.
Continuará...
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