Cuando
tenía diez años, a primeros de un octubre de hace ya demasiado tiempo y justo
antes de estrenarme como alumno de instituto, mi madre me llevó al hospital infantil (ella decía “sanatorio”) para hacerme una
revisión médica de rutina. El proceso era siempre similar: un día cualquiera, mientras limpiaba las lentejas, o planchaba, o regaba las macetas del pasillo y el patio, me miraba de reojo y así como con aprensión, y yo no sé qué barrunto malicioso se le vendría a las mientes tras echarme tan somero y descorazonador vistazo, que cuando menos me lo esperaba y más tranquilo andaba con mis cosas, confieso que pocas de utilidad, me soltaba por sorpresa y a traiciónel latiguillo funesto: "Vamos a ir al sanatorio a que te miren". Y ya no había tu tía: al sanatorio de cabeza.
Mi
madre tenía la costumbre de llevarme “a que me miraran” siempre antes de
empezar el curso escolar, y también a mediados del mismo, desde que a los tres
años estuve ingresado una buena temporada en aquel mismo hospital por un
problema pulmonar, respiratorio, asmático… No sé muy bien, algo así.
Cuando
íbamos hasta allí, el viaje era casi una odisea: madrugón de no te menees, autobús
urbano (al que en el barrio llamábamos “la camioneta” y solía ir a reventar a esas horas)
hasta el bulevar de Vallecas y, acto seguido, el recorrido casi completo de la línea 1 del Metro madrileño, entonces Portazgo-Plaza
de Castilla. (Aún puedo recitar de corrido y sin tropiezos la retahíla de todas sus estaciones).
Luego,
y firmemente agarrado por su mano (no se fiaba ni un pelo de mí; y teniendo en cuenta
mis múltiples antecedentes escapistas y gamberretes no se lo reprocho), todavía
nos esperaba una buena caminata entre un barrio de casas bajas y bloques tristones
de pisos asediados por la incuria, la neblina y el frío de la mañana, cruzándonos
de vez en cuando con los obreros que marchaban al tajo con la tartera pobre y
escasa en las manos ateridas y los últimos retazos del sueño y el hastío surcando sus
rostros cansados. El tramo final del recorrido nos llevaba a atravesar un raquítico
bosquecillo de pinos que atajaba el camino y moría justo enfrente de la puerta que daba acceso al recinto.
Era
curioso observar el catálogo de pacientes, y dolientes, que esperaban su turno para
la consulta con los distintos especialistas. En aquella época, recuerdo, no
había maquinitas expendedoras de números, ni cita previa, ni nada que se le pareciese: se pedía o se "daba la vez" en la cola según se llegaba a los sitios fueran éstos
hospital, pescadería, taquilla de cine o la tienda de la esquina. Corrías el
riesgo, eso sí, de encontrarte aquello hasta el culo de gente y tener que darte
la vuelta y deshacer el camino porque la espera sería inútil.
Los
adultos eran todas mujeres (bueno, algún viudo con su retoño había también de vez en cuando, pero esto era más bien raro) y el muestrario de mocosos variaba, pasando por
toda la gama de edades intermedias, desde el niño de pecho glotón y llorica (en
aquella antesala empecé a tomar conciencia de la amplísima variedad de formas, volúmenes
y pezones de los senos femeninos y del consuelo y placer que proporcionan a
toda edad entre la cuna y la sepultura), hasta casi mocitas en sazón con trenzas y falditas plisadas o medio
zangolotinos desgarbados, todavía de pantalón corto y con un incipiente y ya criminal
acné, de trece o catorce años. Creo
recordar también que este, el de los catorce, era el límite de edad para ser atendido allí.
Continuará...
Aguardo impaciente la continuación de esta nueva nota con la que, en esencia, al margen de detalles, puedo identificarme. A ver cómo acaba.
ResponderEliminarAbrazos.
Bueno, Antonio, pues aún no lo sé. Dependerá de esa alianza, a veces mal avenida, entre la memoria y la imaginación.
ResponderEliminarEn todo caso, espero no defraudarte.
Abrazo convaleciente.
De los veinte años que pasé en Madrid, el primer domicilio que tuve estaba casi en la entrada de la boca de metro de Valdeacederas, que usted conocerá tan bien. Como dice Antonio, a ver cómo acaba esto.
ResponderEliminarSaludos.