Canto cuarto
Hasta
que un domingo las ovejas dejaron de comer:
estaban
en el prado con la cabeza gacha
y
parecían dormidas. El lunes ídem,
el
martes tampoco querían beber. Al cabo de un mes,
las
patas eran palillos sosteniendo el esqueleto
y
los ojos resbalaban por el hueso de la nariz.
Una
tras otras fueron cayendo al suelo
y
la lana, al tocarla, se deshacía en polvo.
Todas
las mañanas la Filomena le cuenta a su hijo tonto
la
historia de las treinta ovejas que ya no tiene
y
él la escucha boquiabierto. Tiene cuarenta años
pero
no los aparenta y ni siquiera le crece el bigote.
Para
salvarlo de las mujeres que le bailan desnudas por la cabeza
y
le hacen pasar el día masturbándose,
le
dijeron que era Caballero del Señor.
Pero,
¿dónde está la espada?
Hay
que esperar a que caiga del cielo. Y él espera
mientras
su madre vuelve a contarle la historia de las ovejas.
Alrededor
de donde están sentados
hay
enormes piedras blancas clavadas en los sembrados
desde
que una montaña explotó en Perticara y del cielo llovió de todo.
Al
final, se levantan y se van hacia casa. Dicen que, a veces,
las
enormes piedras blancas se arrastran sobre la hierba
y
se van detrás de ellos como si fueran aquellas ovejas muertas.
(La miel, 1981)
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