Para la pandilla del barrio.
Ya desde pequeñitos (podría jurar sin temor a equivocarme que casi desde “la escuela de los
cagones”) los cuatro formábamos una piña, un bloque granítico, un equipo que
pensábamos indestructible y leal amparados en aquel pacto que hicimos una tarde
en el recreo pinchándonos en los pulgares con la punta del compás y mezclando
nuestras sangres.
Y ahora no nos podíamos
ni ver porque en el cesto de las manzanas bien avenidas que hasta entonces
éramos, el alcahuete de él empezó a sembrar el gusano de la discordia.
Que a puntito estuvimos
de matarnos, tales eran las maledicencias, infamias y barbaridades que nos iba
contando a los unos de los otros.
Haciendo de tripas
corazón, y en un postrer gesto de buena voluntad para ver de arreglar el
entuerto, llegamos al acuerdo de matarlo entre todos, cada cual aportando su
estilo y saber particular.
Manolo es leñador.
Paco, carnicero.
A mí, por aquello de la
caza, me tocó darle el tiro de gracia con la paralela.
El cadáver ha quedado
irreconocible.
Y volvemos a llevarnos de maravilla, oye.
Imagen: Irving Penn
Ya sabes, Elías, cómo me gustan estas "ejecuciones". Si, como en este caso, sobran las razones para ello, no hay más que hablar.
ResponderEliminarGracias por la sonrisa.
Un abrazo.