-A mí ya no me extraña nada -le cortó de sopetón el charcutero. Conocía de oídas la labia del albañil y sabía que si se le calentaba la lengua podía estar dándole la tabarra ni se sabe. Sólo quiero largarme de aquí cuanto antes, que tengo que abrir la tienda. Conque a ver si acabamos cuanto antes con el rollo, que esta historia ya me está costando la pasta. Aparte, claro, los sesenta papeles que me dejó a deber cuando cascó. Sesenta papeles como sesenta soles, como lo oyes. Y no te creas que se los gastó en jamón de pata negra o lomo embuchado. De cien en cien gramos de mortadela, o salchichón, un quesito blanco de cuando en cuando, jamón York en ocasiones especiales… Con mariconadas así me iba vendiendo la moto. Cachito a cachito. Y yo fiándole como un pardillo, me cago en mi estampa. A saber en qué marrón nos metemos ahora por culpa de este chalado. Capaz es el abogado éste de cobrarnos el entierro. O algo peor. Joder que si era raro.
A mí me han contado sus vecinos que siempre salía de casa con un paraguas asqueroso -de un negro desvaído y con un par de varillas rotas- que abría nada más atravesar el umbral de la puerta, lo mismo en julio que en enero, lloviese o no, fuera con traje o con chándal. Daba un poco de grima verlo bajar las escaleras con el paraguas abierto, jodiendo vivo al personal y no disculpándose nunca. Una vez en la calle, escupía hacia arriba por ver de adivinar la dirección del viento, y no era raro que, en días calmos, el escupitajo le adornara la vestimenta. Eso sí; si soplaba del este, él al oeste; si del sur, pues él al norte. Siempre a favor. Para ahorrar energía, decía el muy jodío. ¿Y la gorra? Vaya mierda de gorra. Más fea que Picio, llena de lamparones, y más antigua que el cagar sentado. Yo creo que no se la quitaba nunca.
-Es mi seguro de vida -contestaba cuando le decíamos que ya era hora de comprarse otra. -Esta alopecia que padezco desde joven es un peligro latente. Porque habrá de saber, amigo Juan, que la muerte siempre llama primero en la cabeza. Ésta, y no otra, es la razón de mi querencia por este clásico tocado. No te amuela con el redicho. Parecía un filósofo dando lecciones. Qué iba a saber yo. Yo vendo chorizos, menudillos, producto de matanza y género similar, y así voy tirando y no me meto en camisa de once varas. Una gorra es una gorra, él era un calvo del copón y la muerte nunca avisa. Eso es lo que yo entiendo, cosas simples y claras.
-¿Sabías que era masón? -terció el albañil.
-¿Y eso qué es? -dijo el otro.
-No sé, una gente singular, pero algo tocada de la cabeza, como de una secta o algo así. Me lo dijo el mismo cuando le pregunté por una especie de mandil como de panadero que llevaba siempre puesto en casa, con unos dibujos extraños y unas herramientas pintadas. Y que si era Gran Maestre -como un jefazo, vamos- del Oriente Occidental, y que si tenía un nombre en clave que, al ser secreto, pues que no me lo podía decir.
-Esta es una conversación entre caballeros, y espero que no salga de estas cuatro paredes. Confío en su palabra de gentilhombre. Pues muy bien. Tres cojones que me importaban a mí el Oriente Occidental, el mandil de panadero, su nombre secreto y el gentilhombre ese. Además, que no sé a qué venía tanta milonga cuando todo el mundo sabía que la única asociación que se atrevió a acogerlo en su seno contaba entre sus actividades más arriesgadas el mus, el ajedrez y la petanca. Para aventureros y espías, no te jode el Indiana Jones. Y encima, que luego me enteré de que lo echaron cuando se descubrió que movía las piezas del contario en cuanto éste se descuidaba, o buscaba carne con la bola de hierro cuando perdía a esa gilipollez de viejos. Gabacho tenía que ser la mierda de jueguecito.
-Y que no se llamaba como se llamaba -dijo el charcutero, casi con saña. Toda la puta vida llamándole don Jacinto -porque esa es otra, había que tratar al señor de don- y al final, va, y resulta que se llamaba Manolo. No Arturo, ni Adolfo, ni Roberto, ni siquiera, ya ves, Jacinto. Manolo, tío, Manolo, que no hago más que repetírmelo para ver si me lo creo. El muy mamón, hasta última hora nos la metió doblada.
-¿Qué me dices? -alucinaba el albañil. Pero si a mí me dio una tarjeta donde ponía Jacinto Cortés y López de Mendoza y Coca. Y que era de Sevilla y descendiente de indianos, y hasta un pergamino me enseñó con su escudo de armas. Oye, por cierto, preguntó con cierto mosqueo el del yeso. ¿Y tú como lo sabes?
-Porque cuando la palmó y subí a ver el cadáver, antes de que llegara la poli le eché mano a la cartera por ver de cobrarme lo mío y le miré el carné: Manuel Rodríguez…
-“Manolete” -exclamó a bote pronto, y sin poder contenerse, el albañil.
-…Romero -continuó el charcutero haciendo caso omiso de la interrupción. Hijo de Amalia y Rafael, estado civil, soltero, natural de Valderrobles, provincia de Teruel.
-¡Coño, mañico! -continuó bromeando el paleta. Y decía que era de Triana.
-Sí -cortó serio el de la chacina- a mí también me dio la tarjeta. No había ni un duro. Sólo el carné, un calendario guarro -con tías en bolas, quiero decir- y las putas tarjetas. Muchas. Las haría para engatusar a los pardillos como nosotros y darse pisto con las tías con el rollo aristócrata de los apellidos, porque si no, con la pinta que tenía no pillaría cacho ni de coña. La madre que lo parió.
-Y mira que morirse así, viendo la tele -cambio de terció el otro.
-Y más solo que la una. La verdad es que no somos nada -remató el charcutero, filosofando a su pesar.
Un silencio espeso se abatió sobre la antesala del despacho después de estas palabras. La secretaria, en la otra punta de la sala, estaba a lo suyo, y desde que entraron y les ordenó que se sentaran no les había prestado la menor atención.
-Oye, tú- dijo al rato uno de ellos. Me estoy preguntando yo ahora a mí mismo a cuento de qué nos habrá nombrado albaceas precisamente a nosotros dos, que ni siquiera éramos amigos suyos. ¿A que nos la juega el muy cabrón después de muerto? A mí esto me huele a chamusquina. ¿Y si nos largamos? Porque no sé tú, pero yo estoy viendo que nos vamos a comer un marrón como la catedral de Burgos.
-Venga, arreando -aprobó el otro. No se hable más. Para luego es tarde.
Y se fueron cagando leches. Ni se despidieron de la secretaria que, por otra parte, siguió sin hacerles ni puto caso.
(De Cuentos para ser contados.
Varios autores, de la luna libros, 2000)
Y encima los nombra albaceas... ¡tié babas la cosa!
ResponderEliminarMuy buen relato, Elías. Una delicia su lectura.
Abrazos.