miércoles, 6 de junio de 2012

Milagros





Se llamaba Milagros. Ojos verdimalvas, felinos, inmensos. Juncal y morena, con una larga melena lisa que se le posaba en los hombros con la levedad de una mariposa buscando el néctar joven del cuello y el pecho. Unas veces se la recogía con un estudiado descuido en una especie de moño que dejaba a la vista el esplendor de su nuca y una espalda cálida y acogedora, dispuesta para las caricias o el abrazo; otras eran una coleta o una trenza las que tenían la fortuna de pasear a sus anchas durante horas por aquella piel sedosa a capricho del vaivén de su cabeza. Con el rostro moteado de apenas visibles pecas y una nariz recta, romana, tenía un notable parecido con una actriz que a mí me hacía bastante tilín por entonces: Charo López. No le gustaba que se lo dijera, se ponía celosilla cuando la López salía a relucir en alguna conversación por cualquier motivo. Hasta la definitiva, nuestras peloteras fueron casi siempre a cuenta de la salmantina a la que veía, supongo, aunque nunca lo entendí, como una vaga amenaza. En fin, cosas que pasan.
A pesar de su juventud y candor, besaba muy bien Milagros. O quizás sólo me lo parecía porque fue la primera chica a la que besé y me besó en serio. En aquel verano de hace ya demasiado tiempo (¡qué cabrón, el tiempo, corre que se las pela el jodío!), la ternura de su belleza en sazón fue la que me rescató de mi sequía afectiva después del interminable suplicio de la ortodoncia. 
Milagros tenía “las paletas” un sí es no es separadas y una boca dulce y reidora cuyos labios coloreaba a escondidas con el carmín de su madre. De un rojo discreto y elegante. Sensual sin llegar a provocativo. Después de nuestros eróticos escarceos en el parque o en el cine, en portales y rincones oscuros, antes de volver a casa tenía que limpiárselos a fondo para que no se le notara la cosmética. El padre no estaba por la labor de que su hijita del alma, su ojito derecho, la sangre de su sangre, perdiera el tiempo poniéndose guapa para un ganapán como yo. Que no es que fuera gran cosa, de acuerdo, pero lo suyo tampoco era para tirar cohetes ni descorchar el champán. Simpático no era, no: ceñudo y chaparro, macizo como un yunque, con unos dedazos que parecían un manojo de puerros y un perpetuo gesto de cabreo, acojonaba bastante. Por lo menos a mí. Me imaginaba las hostias que daría con aquellas manazas y me entraban unos escalofríos muy aparentes. Procuraba evitarlo en lo posible cuando iba a buscarla a la esquina de su calle, porque a su casa ni soñarlo, tomando todas las precauciones posibles. Así y todo, me tropecé con él de sopetón un par de veces y su gélida mirada de reptil no me dio muy buena espina que se diga. Aunque en el tiempo que estuve con la hija jamás me dijo ni pío, siempre sospeché que me tenía pilladas las vueltas y espiaba mi llegada dejándose ver como a lo tonto para hacerme entender que estaba al quite, que a él no se la daba un mocoso, y que más me valía andarme con ojo con su niña por la cuenta que me traía. Era como una vaga amenaza que planeaba, inclemente y terca, sobre nuestra relación y mis miedos. Un maestro del terror sicológico, el tío. Hay veces en que todavía se me aparece en mis pesadillas, no os digo más. La madre, en cambio, acaso para nivelar un algo la balanza, era bastante más permisiva con el adolescente galanteo. Yo creo que sabía de sobra que Mila usaba su barra de labios, e incluso la sombra de ojos y el maquillaje en polvo, favoreciendo a su modo nuestra juvenil relación y puenteando de paso al ceporro del cabeza de familia. Estoy por asegurar que hasta le proporcionaba los coloretes a espaldas del padre. O que se hacía la tonta cuando se los birlaba a escondidas. Las madres saben y hacen estas cosas, tienen esa complicidad, digamos coqueta, con las hijas. Y que como le entres por el ojo a cualquiera de ellas por la razón que sea les sale la vena de celestina a las primeras de cambio, eso también. A tenor de las facilidades que nos concedía se conoce que yo no le disgustaba del todo. Aunque puede también que el contubernio tácito que se traía con nosotros dos no tratara más que de hacerle la puñeta al Roque, que así se llamaba el ogro del marido.
Lo pasábamos bien juntos. Mila tenía unas tetas pequeñas y suaves, prometedoras, rematadas en unos pezones color chocolate que sólo me dejó tocarle y saborear un par de veces como es debido. Lo mismo que me sucedió con aquellos muslos sedosos y rebeldes celados por un ligero vestido de flores en tonos crema y violeta, contra los que mis manos, temblorosas de deseo, febriles y torpes en sus asaltos, pugnaban sin éxito en la gran mayoría de los intentos. Entonces las cosas iban mucho más despacio que ahora. El premio gordo no se conseguía así como así. Había que comprar el boleto todos los días y rezar lo que supieras para que la suerte te sonriera alguno de ellos. Y tampoco es que nos diera tiempo a mucho más durante aquel único verano juntos. Una amiga suya, envidiosa y poco agraciada, a la que yo no hacía ni caso a pesar de sus esfuerzos por resultarme simpática y atractiva, la malmetió contra mí yéndole con el chisme de que la que me gustaba de verdad era otra, y aquel incipiente romance que tanto prometía terminó de golpe y porrazo una aciaga tarde. Y no le faltaba razón a la chivata, las cosas como son. Pero lo que yo digo: ¿qué coño le importaba a ella? ¿Y por qué todas las guapas tienen siempre una amiga así, cotilla y puñetera? Ah, misterio.
Después de romper entre lágrimas por su parte y un indigno silencio de culpa por la mía, de vez en cuando me cruzaba con las dos por la calle y no nos decíamos ni hola. Paseaban cogidas del brazo. Solas. Tristes. Sin hablarse. Quiero pensar que Milagros no le perdonaba a la amiga meticona que le dijese lo que acaso hubiera preferido no oír. En su mirada triste parecían anidar oscuros reproches que su boca callaba.
Yo también iba solo. Porque la que me gustaba de verdad, es que ni me miraba. Ni antes de Milagros ni, mucho menos (ella también se enteró de mi coqueteo estival), después.
¡Ah, el amor adolescente, qué cosa tan extraña! ¿Alguien lo entiende?
Ya sé que no me porté ni medianamente bien con ella. 

Y esta es la hora en que todavía no sé si fui un cobarde o un aprovechado. O ambas cosas, tal vez, por no decir algo peor. Canalla, a lo mejor, sería el término exacto. Tendría que haberle estado eternamente agradecido por su ternura conmigo y no portarme como un cerdo, que fue lo que hice.
Es algo que me he recriminado a menudo.
Pero esto no me hace mejor persona.



1 comentario:

  1. Qué tiempos aquellos de la adolescencia,
    andando a tientas por nuevos vericuetos.
    Los primeros amores, nuestra torpeza;
    ni ya niños, ni aún hombres. Y tantos sueños.


    Veo que crecen estas "Notas", será un placer leerlas algún día (espero que no muy lejano) una tras otra y como se merecen.

    Abrazo.

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