Una mañana, al caminar entre los puestos de una feria local, advertí en uno de ellos a un chiquillo que ofrecía una curiosa mercancía: sobre una mísera alfombra de caña y paja se apiñaba un grupo de lo que parecían caracoles, si bien de un color blanquecino que por un instante engañaba a los ojos. Intrigado, me entretuve unos instantes en sopesarlos y observar detenidamente su aspecto. Parecían estar vacíos: pesaban muy poco, y era imposible observar en ellos signos de vida. Por fortuna, el muchacho resultó ser del gremio de los charlatanes, y unas pocas preguntas bastaron para saciar mi curiosidad. Según parece, había dado con unos pocos de los llamados caracoles perdidos, cuyo rasgo más sobresaliente era su extrema timidez; en consecuencia, el caracol dedicaba su tiempo a esconderse en lo más profundo de su concha, ignorando el mundo exterior. Sin embargo, en su avance por el interior de la concha, el caracol acababa por alejarse tanto de ella y perderla tan completamente de vista que cada uno de sus cuerpos seguía ahora una vida autónoma, ignorante de la del otro. Aquellos caracoles con los que había jugueteado un momento antes no estaban muertos; simplemente participaban de vidas tan alejadas entre sí que nada lograba salvar el abismo que las separaba, y que apenas hacía algún esfuerzo por disimular su parecido con la muerte.
Jordi Doce
Jordi Doce
Estas vidas tan alejadas de los caracoles me hace reflexionar que en el mundo hay tantas personas que viven como ellos.Optimo post.Maria Z.
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