miércoles, 7 de diciembre de 2011

Las apariencias engañan


Misma tarde, parecidas, casi idénticas situaciones, sensaciones diametralmente opuestas. Justo todo lo contrario de lo que uno podría sospechar a primera vista.
Vamos un grupo de amigos con ganas de pegar la hebra alrededor de unas cervezas. Nos sentamos en una terraza a la sombra para dar cumplida cuenta de ellas mientras charlamos de lo divino y lo humano. No hay más clientes en el lugar. Llega el camarero, indolente y sudoroso y, sin dar ni las buenas tardes, solicita la comanda de manera desabrida. La apunta dificultosamente en una libreta mugrosa y nos hace repetírsela despacito uno a uno para que no haya dudas. Un cuarto de hora después, cuando ya estábamos pensando en largarnos, regresa con el pedido en la bandeja -sin aperitivo, por supuesto- y deja las bebidas y los vasos, feos y churretosos, en el centro de la mesa de cualquier modo, esperando que las repartamos entre nosotros, cada cual la suya. Tenemos que llamarle la atención porque se ha equivocado en tres de ellas. Tres de siete.
Andará entre los cincuenta y los sesenta, el figura. Treinta años de profesión.
Apuramos deprisa y nos largamos jurando en arameo no volver a pisar por allí.

Cambiamos de local -apenas a unos metros del anterior- y aquí hay bastante más movimiento. El camarero acude presto, toma nota del pedido mentalmente, y en menos de la mitad del tiempo que nos tuvo esperando el otro, aparece con las bebidas que nos va repartiendo uno a uno sin fallo.
En la bandeja, también, tres cuencos de barro con diferentes aperitivos: aceitunas, altramuces y panchitos.
Entre los dieciocho y los veintidós, el mozo. Seguramente un estudiante sacándose unas perrillas durante el verano para pagarse la matrícula del curso siguiente.
Nos entran ganas de aplaudir y nos juramentamos para establecer la tertulia estival en este mismo sitio todas las semanas.
Y entendemos de golpe lo de las diferentes clientelas.

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