Me acuerdo de un día de Reyes en que me regalaron un caballo de cartón, un caballo similar a los que usaban entonces los fotógrafos por la calle. Monté en él y desaparecí.
Me encontró mi madre tres horas más tarde con el festín a punto de acabar; faltaba medio caballo, y en ese preciso momento me estaba comiendo una oreja, tan ricamente.
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