La cruz mayor del Benito era la de ser el único peluquero del barrio, por lo que, quieras que no, todo el personal masculino adulto acababa pasando por su sillón, cada uno con su curiosidad insatisfecha y sus ganas de sonsacarle alguna información fidedigna para hacerse con la exclusiva del misterio a base de darle la tabarra. Con deciros que había quien se cortaba el pelo tres veces al mes os lo digo todo. Y es que descubrir su secreto se había convertido en una obsesión para algunos.
Como torpes conspiradores de botica, como espías escasos de asuntos de enjundia y, al tiempo, insatisfecha sed de secretos, los parados y ociosos tenían su sanctasanctórum, su tabla redonda, su ábrete sésamo en las sillas de enea del local, dispares y cojas las más de ellas, cada una de su padre y de su madre. Bien de mañana, y sin nada mejor que hacer fuera de rascarse las bolas o estorbar en casa, y previa parada en la taberna del Sebas para coger fuerzas con la copa de cazalla o el sol y sombra, allá que se iban, a ver que se cocía por la pelu; no fuera a sonar la flauta precisamente hoy y les pillara en fuera de juego, con el paso cambiado, a la luna de Valencia...
Allí, impertérritos hora tras hora y salpicadas gorras y hombreras por las plumillas y cáscaras de alpiste o cañamones que los canarios expulsaban de sus jaulas, cuando no de alguna nívea o parda cagarruta, sacaban la petaca y el librillo, liaban el cigarrito con la picadura y, calada va, calada viene, procuraban por todos los medios calentarle la lengua al maestro y sonsacarle algún dato, algún indicio, algún cabo que les permitiera tirar del hilo que condujese a descubrir, de una vez y por todas, el porqué de sus misteriosas y periódicas desapariciones.
Benito, claro, perro viejo que los veía venir a la legua, escudado en su adustez no les hacía ni puñetero caso y los miraba como pensando "valiente pandilla de imbéciles y tocapelotas" mientras se afanaba, profesional siempre, que una cosa no quita la otra, en su labor. Pero es fundamento de todo negocio dar un poco de carrete a los habituales clientes y dejar que se desahoguen de sus manías. Un peluquero que se precie de tal, más que saber cortar el pelo, o rapar barbas, que también, y si con arte, mejor que mejor, tiene que tener al menos dos cualidades si no imprescindibles sí aconsejables y que nunca están de más: discreción y paciencia. Sin echar en saco roto un poco de mala hostia por si algún descerebrado, por lo que fuere, que vaya usted a saber dónde y cuándo salta una liebre puñetera, se pone farruco y faltón. Un buen peluquero tiene que saber cuándo hablar y cuándo callarse, cuándo escuchar o cuándo intervenir en la charleta insulsa de los parroquianos, cuándo tirar de la lengua a alguno o cortar la cháchara de otro si ésta va tomando mal rumbo. Un buen peluquero, en fin, no deja de ser una especie de confesor, alguien a quien se da conversación sin cuento y se convierte, como a lo tonto y casi sin querer, en un estupendo receptor de información de los más variados asuntos y chismorreos. Las más de las veces sin sustancia ni fundamento lógico, pero qué le vamos a hacer, esto también se lleva en el cargo.
-Manolito (o Pepito o Juanito o como se llamase el chavea a cargo del mandado)-, vete a buscar a tu padre, que ya está la comida casi a punto. Si no está en la taberna del Sebas echando la partida y gastándose las perras, seguro que está donde el Benito con la tontuna esa del espionaje. Que hay qué ver estos hombres, qué cruz, dios mío, por qué me casaría yo con este bodoque, si ya me lo advirtió mi madre, que en gloria esté -nos encomendaban, lamentándose de su mala suerte matrimonial, nuestras madres.
-Con Dios, Benito -se despedían los hombres al punto cuando llegaban los chiquillos, presurosos en su busca con la encomienda materna.
-Hasta más ver, tú -respondía el aludido con su laconismo de costumbre.
-Papa, límpiate la chaqueta que la tienes toa cagá de los canarios- advertíamos a nuestros padres no bien salíamos de allí-; que luego la mama se enfada y al final me la cargo yo.
El fin del turno mañanero del Benito venía señalado por la aparición de la Reme secándose las manos en el delantal, un espantoso trapajo hecho de retales que alguna vez tiempo ha, en su más mocita juventud, pudo ser blanco. En un acuerdo tácito, y sin necesidad de cruzar palabra, aparecía por la puerta que comunicaba el negocio con la vivienda. Su presencia bajo el quicio con el ceño fruncido y los brazos cruzados bajo las tetas poderosas, aunque ya un tanto perjudicadas por la gravedad innata al paso del tiempo sobre los cuerpos, era la señal inequívoca de partida de los ociosos, que se marchaban de nuevo cabizbajos con las manos vacías, rumiando otro día más el sabor amargo del fracaso en sus indagaciones.
El Benito, en cuanto barruntaba de reojo a la parienta, apuraba el trámite en lo posible y, aunque sin desmerecer la faena, el último cliente matutino era despachado con más prisas de las habituales, que no era la mujer del barbero precisamente paradigma de la paciencia.
Entre los que aún esperaban el apaño capilar, siempre había algún temerario que iniciaba un conato de protesta por la pérdida del turno, pero la mirada de la Reme (feroz, irreductible, casi homicida) no admitía más allá del primer conato de réplica y el respondón, al cabo, terminaba desfilando junto a los demás con el rabo entre las piernas.
Si el Eusebio andaba enredando por allí era el encargado de limpiar, siquiera fuera someramente, los estantes de los útiles con un gurruño de trapo y darle un barriscón al suelo amontonando los pelillos en una esquina. Si no, se quedaba tal cual y era la Reme la encargada de hacerlo después de comer, mientras el hombre de la casa se echaba la conocida por "siesta del obispo", ésa que dicen de "padrenuestro, pijama y orinal".
Esto de la siesta el Benito lo llevaba a rajatabla; ahí sí que no transigía ni con su padre, ya se podía poner la Reme como un basilisco si le daba la gana. Se conoce, y se comprende, que era uno de los escasos momentos en que las tontunas del personal y el marcaje de la costilla le importaban una higa. Su par de horitas no se las quitaba nadie.
Esto de la siesta el Benito lo llevaba a rajatabla; ahí sí que no transigía ni con su padre, ya se podía poner la Reme como un basilisco si le daba la gana. Se conoce, y se comprende, que era uno de los escasos momentos en que las tontunas del personal y el marcaje de la costilla le importaban una higa. Su par de horitas no se las quitaba nadie.
-Sufre mucho de los pies, el pobre, son muchas horas plantado dale que te pego a las tijeras, y los callos y los juanetes lo traen a mal traer -se defendía la Reme cuando vecinas y comadres le afeaban lo consentido que lo tenía, el mal ejemplo que daba a las demás.
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